La Glorificación sobrenatural en general como “finis fidei” (1Pe 1, 9) o como la consumación de los misterios de la fe
Lo
que ni el ojo vio,
ni
el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó
lo
que Dios preparó para los que lo aman.
Isaías
64, 3 1Co 2, 9
La
justificación y santificación del hombre es el fruto próximo, presente del
organismo sobrenatural, misterioso, establecido por la Encarnación (Hb 1, 2; 1Pe
1, 20)
La salvación “salus animarum”, la consumación y la bienaventuranza supremas de las
almas, que el cristianismo nos enseña a esperar, las designa él por boca del
Príncipe de los apóstoles como fin de la fe (“finis fidei”)
,no de la razón, como fin que solamente la fe divina nos muestra, al cual
solamente ella puede conducirnos, como fin que solamente ella nos presenta y
nos da a comprender “como el fundamento de las cosas que se esperan y
convencimiento de las cosas que no se ven”[1]es decir, de las cosas que ni en
sí mismas ni en su germen están presentes ante los ojos naturales.
Esto
nos lo muestra solamente la sabiduría de Dios en el misterio de la sabiduría
recóndita…, sabiduría que ni los príncipes de éste siglo han entendido”[2]. La
glorificación propiamente dicha se verifica solamente cuando un objeto queda
transformado y sublimado no por desplegar su propio brillo, sino por añadírsele
otro de afuera. La consumación y la bienaventuranza de la creatura espiritual
sólo realizarán el concepto de la glorificación, si se verifica mediante una
luz derramadora sobre la creatura desde afuera, desde la naturaleza divina, que
es fuego espiritual y celestial purísimo; por lo cual la creatura es transformada en imagen de la divina
naturaleza, para que refleje en sí y permita que irradie por ella el fulgor
divino, la divina luz.
“Mas todos nosotros, que con el rostro
descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando
en esa misma imagen cada vez más glorioso: así es como actúa el Señor, que es
Espíritu”[3]. El
Apóstol no habla de la glorificación en el más allá; habla ante todo de aquella
transformación que el Espíritu de Dios obra en nosotros acá abajo en la tierra,
habla de “la renovación del hombre interior”[4]
La
deificación y el nuevo nacimiento del hombre acá abajo no solemos llamarlos por
lo regular glorificación, sino santificación, porque aquí la gloria de los
hijos de Dios está dormida en ellos a modo de germen, para desenvolver toda su
pompa más allá del sepulcro.
La
luz de la gracia, el “lumen gratiae”, que
comunica a nuestras almas una hermosura y amabilidad tan admirables a los ojos
de Dios y las convierte en templos del Espíritu Santo es la aurora de la luz de
la gloria, del “lumen gloriae”, en el
cual Dios revelará en nosotros su propia Gloria de tal manera que
nosotros la reflejaremos como un cristal por la que pasa el rayo de sol.
Tal
misterio, tal glorificación, tal inundación de gloria divina en la creatura, es
evidentemente una obra sumamente admirable, sobrenatural, es un misterio que la
razón no puede alcanzar y que sigue siendo incomparable e insondable aun después
de la revelación; es un misterio, que sobrepuja a todo concepto, el misterio de
una nueva creación.
Este
misterio se manifiesta en primer lugar y de un modo especial en la creatura espiritual
y así también en la parte espiritual del hombre; porque solamente el espíritu,
que ya por naturaleza es semejante a Dios en la simplicidad y vitalidad de su
ser, puede, mediante la aproximación de Dios y
la fuerza de su Espíritu, ser partícipe de la divina naturaleza y
llenarse de la gloria y bienaventuranza de Dios. La naturaleza material no es
apta para la deificación. Si
Dios ha prometido crear un nuevo cielo y una nueva tierra, no hemos de buscar
esta novedad solamente en el hecho de que la nueva naturaleza posea mayor
plenitud de fuerzas naturales con una organización mejor; según la analogía de
la glorificación del espíritu habremos de decir, que también la naturaleza material,
levantando por encima de sí misma mediante la fuerza admirable de Dios, será
revestida y penetrada de una gloria que no
puede lograrse mediante la intensificación y la combinación de cualidades y
fuerzas naturales[5].
En
general cuando se trata de definir la glorificación, hemos de tomar por parte
de partida y norma la Encarnación y el organismo sobrenatural fundado por ella.
La Creatura adquiere dignidad y consagración inconcebiblemente elevadas,
mediante su unión con el Hombre– Dios, y mediante éste con Dios. Su gloria–
aunque no según su medida, más sí según su esencia– ha de ser la misma que
correspondería a la humanidad de Cristo por virtud de su unión hipostática.
“Como
el hombre terrestre, (Adán) así son los terrestres; como el celeste (Cristo)
así serán los hombres celestes. Y del mismo modo que hemos llevado la imagen
del hombre terrestre, llevaremos también la imagen del celeste” 1 Co 15, 48-49.
Por
su origen celestial, divino, procediendo del seno de Dios, Cristo había de ser
revestido también en su humanidad con una gloria celestial, es decir divina,
tomada del seno de la divinidad; semejante gloria celestial, absolutamente
sobrenatural, han de tener también aquellos en Él y mediante Él son admitidos
en el seno de Dios. Así como la gloria de la humanidad de Cristo –gloria a que
esta llamada por virtud de la unión hipostática– no podía ser natural, tampoco
puede ser natural la gloria de sus miembros.
El
Apóstol habla con tanta frecuencia de las riquezas inagotables de la gloria,
que nos esperan en el más allá; y las contempla con asombro y admiración. San
Máximo Mártir expresa toda la grandeza del misterio con éstas palabras: “La
glorificación o deificación de la creatura es una elevación de la misma por
encima de todo lo natural y finito, es una actividad de Dios, inmediata e
infinita y que va a lo infinito, todopoderosa, omnipotente, de la que brotan
para todos aquellos que la reciben en sí, una alegría y gozo inefables y más
que inefables, alegría y gozo para los
cuales no es posible hallar en la naturaleza de las cosas ni fundamento o
representación, ni concepto o expresión”.
La Glorificación del espíritu en la intuición de Dios. El misterio de la “vita aeterna”
La glorificación, la deificación
del espíritu llena a éste hasta tal punto de la luz divina, que se hace capaz
de un conocimiento que de suyo solo corresponde a Dios, se hace capaz de
intuir, de ver directamente la esencia divina. En éste intuición revelase el “lumen gloriæ” con toda su profundidad y elevación,
en ella se realiza el prodigio más elevado, más inconcebible de la operación
sobrenatural de Dios en la creatura; prodigio, por el cual ésta se ve levantada
a la participación completa de la vida divina, de la bienaventuranza divina;
prodigio que sobrepuja tanto a la naturaleza y a la razón, que después de la
Encarnación no hay otro mayor. De ahí que sea también de un modo especial el
misterio, del cual dice el Apóstol, que ni ojo lo vio, ni oreja lo oyó, ni pasó
por pensamiento a hombre alguno. Isaías 64,
3. 1 Co 2,
9
Mas no
lo sería, si su realidad o aún su posibilidad pudiese ser conocida por la razón
natural; porque en tal caso entraría en la natural esfera visual de la razón, y
ésta no se vería obligada a elevarse por encima de sí misma mediante la fe para
poder hacerse cargo de la glorificación.
“Nuestra
razón, por propio impulso sólo se levanta al deseo de conocer la causa y el
sentido de la vida según la manera de nuestro propio conocimiento y nuestra
propia vida. Ni siquiera la mera posibilidad de misterios verdaderamente
sobre-naturales puede demostrar la razón en el sentido estricto de la palabra;
no puede ni indirectamente, después de haberse dado la revelación. Así no
podemos demostrar la simple existencia de la Trinidad aunque ella sea el único
ser y la única vida necesarios. Los demás misterios se sustraen a nuestra
investigación causal ya por el hecho de depender ellos mismos de la única
libertad realmente absoluta: la libre voluntad de Dios” Santo Tomas de Aquino Summa theologiæ. I, 12, 1
Solamente
un total desconocimiento del carácter absolutamente sobrenatural de nuestro fin
último efectivo puede dar motivo a admitir semejante proposición. Porque la realidad de la visión beatifica[1]
o el hecho de ser destinados nosotros a la misma, sólo podrían ser conocidos
por la razón, si tal visión fuese el fin natural, necesario para el espíritu
creado, fin al cual Dios habría de destinar el espíritu, dando así a su
naturaleza la perfección exigida por la misma. Mas con ello quedaría derribada
toda la doctrina católica acerca de la gracia; la visión beatifica no se
nos destinaría mediante la adopción benévola que nos hace hijos de Dios, sino
que nosotros tendríamos por naturaleza un título legítimo para la misma.
Mientras nuestra vocación es pura gracia de Dios, sólo podremos conocer y
afirmar con certeza su realidad mediante la fe que prestamos a la palabra de
Dios con la que él nos revela su voluntad de hacernos entrega de sí mismo. En
éste punto han de coincidir todos los teólogos católicos.
La visión
beatifica es un prodigio, un prodigio sobrenatural de la más elevada
categoría; y a quien la reconozca por tal, no se le ocurriría querer comprender
“a priori” su posibilidad.
Recuérdense
las condiciones que los teólogos exigen para la realización de la misma, y que
en realidad deben exigir por la naturaleza misma de la cosa. La visión
intuitiva de Dios, de Dios en su esencia propia, de suyo sólo es
cosa natural y privativa de los que están en posesión de la naturaleza divina.
Si la creatura ha de ser levantada a ésta intuición, ha de participar también ella
de la divina naturaleza mediante la comunicación de la luz divina, la única en
la cual puede mostrarse la esencia divina. “Los que gozan de Dios”, dice el
Catecismo Romano, “aun cuando conserven su sustancia propia, se revisten de
cierta forma admirable y casi divina, de suerte que más que hombres parecen
dioses”. Y no basta aún; para que la esencia divina sea captada, intuida
realmente en sí misma, debe estar íntimamente unida con el ojo que la intuye,
debe estar tan profundamente metida en el mismo, que le esté presente no
solamente por una impresión producida por ella, sino por sí misma, y a la par
estar presente de un modo tan íntimo, como las impresiones necesarias para el
conocimiento de un objeto están en el ojo que lo intuye. Bajo estas condiciones,
dicen los teólogos, es posible la intuición de Dios para el espíritu creado.
¿Cómo podría comprender la razón que precisamente el darse estas condiciones es
un prodigio, el prodigio de los prodigios? ¿Cómo podría comprender la razón de
qué manera puede llenar Dios hasta tal punto de su propia luz a la creatura
finita, limitada, tan inferior a él, y unirla tan íntimamente consigo, como si
ella fuese de naturaleza divina? ¿Cómo podría la razón comprender de qué manera puede la creatura
asemejarse a Dios en esa fuerza cognoscitiva, que es el privilegio más
destacado, más propio de la naturaleza divina; y asemejársele también en la
posesión más íntima, en el más íntimo disfrute de su esencia que le compete a
él mismo solamente por la identidad absoluta del sujeto cognoscente y de lo
conocido[2] ?
Este carácter misterioso de la
visión intuitiva de Dios se mostrará todavía más claramente en lo que sigue.
La
intuición de Dios, la posesión de Dios, contenida en ella, el goce de Dios en
la misma, forman propiamente la herencia de los hijos de Dios. Es la dicha de
que goza el mismo Dios, la que por naturaleza solamente a Él corresponde, y por
lo tanto sólo puede caber en suerte a aquellos que Dios hace participar de su
propia dignidad y naturaleza y, sacándolos del estado de servidumbre, los
admite en su familia. Es un bien que solamente como herederos de Dios y
coherederos de Cristo podemos conseguir; porque solamente como coherederos,
como hijos de Dios podemos tener derecho a poseer a Dios y gozar de él así como
Él se posee y se goza de sí mismo; y solamente como coherederos, como miembros
y hermanos del Hijo unigénito de Dios,
podemos pretender intuir a su Padre, así como Él le intuye en su seno, cara a
cara. Sí éste bien sobrepuja tanto a todos los títulos y esperanzas de la
naturaleza que ha de venir a nosotros el Espíritu propio de Dios para
prometérnoslo y, dándose en posesión a nosotros, servirnos de ésta prenda y
garantía de ésta promesa. De ahí que la posesión de ésta prenda ya nos brinde
una paz tan llena de dicha y de tan alta categoría que también ella, según el Apóstol,
sobrepuja a todo sentido (natural) y hace exultar nuestros corazones con gozo
tal como no lo conoce la naturaleza.
Pero siendo así que la posesión y
el goce de Dios, que sus hijos alcanzan como herencia corresponde a su alta
dignidad, sin una graciosa elevación y
glorificación de la vida no puede concebirse, y, porque la intuición misma
de Dios, en que se concentran su posesión y goce, es un acto vital divino, por
esto la toma de posesión de la herencia de los hijos de Dios, como nueva
participación de la vida divina, ha de ser para ellos un nuevo nacimiento del seno (ex
sinu) de Dios. Por este nuevo nacimiento la
divina fuerza de la vida inunda a la creatura, y ensancha su capacidad de
comprensión de tal manera que la creatura puede concebir en sí la esencia
divina –que penetra en lo más profundo e íntimo del espíritu– y con el conocimiento
y amor de la misma puede desplegar la vida más elevada, una vida que del modo más admirable radica al mismo tiempo en Dios y
saca de él su alimento, una vida verdaderamente divina, por la cual la creatura
vive en Dios y Dios vive en ella.
Si ya en la naturaleza, en la
espiritual como en la sensitiva, la vida parece un misterio profundo a nuestra
razón, ¡cuánto más habrá de ser un misterio insondable, inefable-y en sentido
más elevado-esta vida divina, sobrenatural de la creatura de Dios y la de Dios
en la creatura!
La expresión con que de ordinario
suele expresarse esta vida en la Sagrada Escritura y en el lenguaje de la Iglesia
–la vida eterna, “vita æterna” –, considerada de un modo superficial
difícilmente podrá parecernos adecuada para manifestar la elevación mística de
la misma. Si bajo el atributo “eterno” se entiende solamente el carácter
imperecedero, la inmortalidad de la vida, evidentemente no habrá misterio
sobrenatural en ello. El Espíritu creado es inmortal por naturaleza, también su
vida natural es imperecedera y por tanto eterna. La eternidad del espíritu y de
su vida es una cosa que de suyo se impone, tanto, que nuestra razón natural
debe admitirla como necesaria; es tan comprensible, que lo contrario es
completamente incomprensible para la razón.
Mas no
ha de entenderse esta expresión en un sentido tan mezquino y vulgar, ya por el
hecho de que este sentido evidentemente se opone a la manera elevada, solemne
con que el Salvador la emplea para anunciar un beneficio grande, admirable y a
la manera como la usa la Iglesia al final de su Símbolo. Además el Salvador
designa la vida eterna expresamente como una vida que ha de llegarnos mediante
la unión con Él, Hijo natural de Dios,
y mediante la unión con su Padre eterno; como una vida, que del Padre pasa a Él
y de Él a todos aquellos que mediante la fe o la Eucaristía se asimilan la
fuerza vital propia de Él. De modo que necesariamente ha de ser una vida sobrenatural,
que se infunde a la creatura desde arriba, desde el seno de la divinidad; y si
en esta relación es designada como vida eterna, entonces la eternidad de la misma
ha de estribar precisamente en que nosotros, mediante ella, participamos de la
vida absolutamente eterna de Dios.
La vida
eterna, que Cristo nos prometió, es
eterna no solo porque en alguna manera es
sencillamente inmortal, imperecedera, sino porque es una emanación de la vida absolutamente eterna, sin principio
ni fin, inmutable de la divinidad. Esta vida no radica ya en un fondo de
vida, que aunque indestructible, flota
sobre el abismo de la nada; sino de un modo inmediato en la fuente primera –sin
principio, eterna– de toda vida; de ahí
que también su perduración tenga una consistencia infinitamente más firme que
toda vida natural. Por esto es indestructible e inmortal de una manera
incomparablemente más elevada que esta última; y no solamente es inmortal,
sino, a semejanza de la vida divina, también inmutable, invariable en una simplicidad
infinitamente rica[3].
La vida
natural del espíritu creado, aun cuando sea imperecedera, no está por encima
del curso del tiempo; por no poder desplegar en un solo acto toda su riqueza, ha de desarrollarse en el cambio
continuo de diversos actos. Mas la vida que el espíritu vive en Dios, es de la
índole de la vida divina; en ella todo se concentra en Dios y en torno de Dios;
todo cuanto conoce y ama el espíritu, lo conoce y lo ama en Dios y mediante
Dios. Mientras que en su vida natural, dirigiéndose a Dios por diversos
caminos, gira por decirlo así incesantemente en torno de Dios, como los
planetas en torno al Sol, con su vida sobrenatural se halla en Dios mismo con
reposo inmutable, abarcando en el solo
acto del conocimiento y del amor de Dios todo cuanto en la vida natural va
ocurriendo en un desarrollo largo y múltiple. En Dios y con Dios se halla
elevado no solamente por encima de las leyes del curso terrenal del tiempo (del
“tempus” en sentido estricto), sino también por
encima del curso temporal en que se mueve la creatura espiritual (el “aevum”[4])
y participa del reposo inmutable que solamente Dios posee como privilegio sobre
todas las creaturas. Su vida, por ser completamente divina y brotar de Dios y
fundarse en Dios, es eterna como la vida de la divinidad, y esta eternidad
misma es por lo tanto la consecuencia y también la nota destacada de su
carácter divino. De modo que el Hijo de Dios, para subrayar la elevación de
esta vida y su relación con la de la divinidad, podía contentarse con llamarla
vida eterna.
Pero también por otro motivo
subrayó el Hijo de Dios que la vida que Él nos comunica de un modo sobrenatural
es vida eterna. En el capítulo VI según
San Juan no habla de un modo exclusivamente abstracto de la vida de nuestra
alma, sino de un modo concreto de aquella vida que Él va a comunicar a toda
nuestra naturaleza, al alma y al cuerpo; y hasta carga especialmente el acento
en la vida del cuerpo, prometiéndonos la restauración de la misma después de la
muerte temporal[5].
El cuerpo según su naturaleza es
mortal y muere; para él ya la simple eternidad de su vida es un prodigio sobrenatural,
que salta a la vista; por esto el Salvador
pudo muy bien destacar el privilegio de la vida, que de Él había de llegar a
nuestra naturaleza, con el calificativo “eterna”, tanto más por cuanto la
lozanía indestructible, la exención completa de la descomposición y corrupción
en general es la perfección suprema de la vida.
Con esto hemos llegado al segundo
factor – también
principal– de la glorificación de nuestra naturaleza, la
glorificación de nuestro cuerpo y de la vida corporal.
[1]
Visión Beatifica: Es la visión comunicada por la luz de la gracia y el amor
sobrenatural del Espíritu Santo.
[2] 1Juan 3,
2
[3] Jn 6,
33. 37. 40. 45-47 51. 57
[4] “Aevum”, antiguo latín, aevom, designa a la eternidad como tiempo sin límites, pero
también la vida de un hombre, de una generación, de una época, y el tiempo como
engranaje que descansa en sí mismo. En las Sagradas Escrituras se contrapone
–por primera vez Is 40, 28 (cf. 41, 4; 44, 6; 48, 12) – la eternidad divina al tiempo del hombre,
como algo que permanece, y que no obstante abarca el tiempo en curso.
La Glorificación del cuerpo y de la vida corporal.
Resurrección y glorificación como elementos conexos de un solo misterio[11]
En
lo que nos enseña la fe sobre la consumación de nuestra naturaleza según su
parte corporal, podemos distinguir dos cosas: primera, la simple
restauración de la unión entre el alma y el cuerpo, que no habrá de ser ya
disuelta nunca; y segunda, la glorificación propiamente dicha del cuerpo y de la
vida corporal, su espiritualización, conforme a la deificación del espíritu y
de su vida. Esta glorificación –
según
quedó demostrado antes, y lo veremos con más claridad todavía – es sin duda alguna un misterio
sobrenatural. Mas se podría preguntar: la
restauración del cuerpo y de su vida, que han de ser glorificados, y su
conservación eterna ¿son ya de suyo un misterio verdadero?
Esta
cuestión es tanto más justificada, cuanto que la restauración del cuerpo y de
su vida, la resurrección de entre los muertos, no acarrea de suyo como
consecuencia la glorificación de la vida restaurada, según se ve por ejemplo en
las resurrecciones de muertos obrados por Cristo acá abajo en la tierra. Por
otra parte, no repugna admitir que Dios, mediante una providencia especial,
quisiera preservar de una nueva muerte esta vida, sin que por ello le diera
seguridades contra la muerte mediante una transformación y espiritualización
interiores.
Sin
duda alguna, la simple restauración del cuerpo y de su vida después de la
muerte, sobre todo después de la descomposición y corrupción completas del
cuerpo, es una obra fundamentalmente sobrenatural, por cuanto no puede
efectuarse sin un acto de poder, directo y extraordinario, de Dios. De un modo
análogo, la conservación ininterrumpida, sin estorbos, de esta vida así
restablecida tampoco podría realizarse sin una intervención extraordinaria de
Dios. Mas aquella restauración y esta conservación en nuestra hipótesis se
referirían al cuerpo y a su vida solamente por cuanto ambos pueden restablecerse
entre otras circunstancias de un modo natural y conservarse por lo menos
durante cierto tiempo de un modo natural. De suerte que en el fondo solamente
la manera de realizarse es sobrenatural, pero es natural el producto de la
actividad: el cuerpo y su vida en su natural disposición. No se puede afirmar
que Dios haya de conservar o restaurar necesariamente para toda la eternidad la
naturaleza humana en su totalidad, es a saber, según su parte inferior.
Precisamente porque la vida corporal está sujeta, según su naturaleza, a la
descomposición, y se descompone en realidad, porque no puede conservarse o restablecerse
para toda la eternidad sino por milagro, se ha de presumir que no tiene derecho
a la inmortalidad y a la restauración. Para la consumación y la bienaventuranza
del alma tampoco es de necesidad fundamental la perduración eterna de su unión
con el cuerpo; el alma puede ser dichosa sin el cuerpo, mediante el disfrute de
bienes espirituales, así como son dichosas de hecho las almas de los finados
aún durante su separación del cuerpo; aún más, la unión del alma con el cuerpo
sin una glorificación sobrenatural de éste, más que convenir al alma le
serviría de estorbo en el goce perfecto de su dicha más noble, en el completo
desarrollo de su vida espiritual. Se afirma que la muerte entró en el mundo por
el pecado; que es una anomalía, la cual después de suprimirse el reato –en que se funda– debe desaparecer. Pero sabemos
también que, según la doctrina católica, la inmortalidad del primer hombre fue
una gracia sobrenatural y libre de Dios, a la cual la naturaleza no tenía
ningún derecho. Y si, según la doctrina católica, la naturaleza no tenía
derecho a la exención de la muerte, menos lo tenía para una restauración
prodigiosa después de la muerte.
Todos los motivos racionales, con
los cuales se intenta convencernos de la fuerza de la futura resurrección, no
son sino razones que demuestran su conveniencia, su congruencia, no su
necesidad, por consiguiente razones con las cuales podrá hacerse creíble su
realidad, y acaso probable, mas no conducirnos a una convicción respecto de la
misma. Es congruente que Dios para su glorificación dé una existencia eterna a
la naturaleza humana, microcosmos, foco de toda la creación; que extienda la
inmortalidad del alma al cuerpo; que también en la eternidad recompense según
el cuerpo y en el cuerpo del hombre –ya
que éste ha trabajado en su cuerpo y mediante su cuerpo por la gloria de Dios–.
Mas estas razones son demasiado débiles para postular y motivar de un modo suficiente
por sí solas un prodigio tan grandioso, como el que sería necesario en este
caso; por otra parte las debilita aún más la circunstancia ya mentada de que el
cuerpo si no se le coloca en un estado de glorificación sobrenatural, perjudica
el completo desarrollo de la vida espiritual y con ello sirve de estorbo así
para la bienaventuranza más elevada del hombre como para la mayor gloria de
Dios en su creación. De modo que desde el punto de vista puramente natural,
filosófico, tenemos que inclinarnos más bien en contra que no es favor de la
resurrección.
Las
razones propiamente decisivas para la resurrección y para la vida eterna del
cuerpo se hallan en una esfera más elevada, pertenecen al orden sobrenatural, y por ser como tales de
naturaleza misteriosa, imprimen un carácter misterioso también al edificio que
en ellas descansa.
Obsérvese bien el motivo que da
la Sagrada Escritura para la resurrección de entre los muertos. No veremos que
la apoye en el derecho natural de nuestra naturaleza; a no ser por aquello de
que en varios pasajes la funda en el mérito de Cristo que cancela el pecado.
Pero de esto último sólo podría sacarse la consecuencia que se intenta, si
Cristo destruyó el pecado en calidad de perturbación del orden natural, y no lo
destruyó también –mejor dicho, más propiamente– en calidad de derrumbamiento
del orden sobrenatural. Solamente porque la muerte del Hombre-Dios fue bastante poderosa para vencer por completo el
pecado que nos había robado los bienes de la vida sobrenatural, nos devolvió
también el derecho que nos había sido otorgado originalmente: la inmortalidad del cuerpo.
Hay en cambio varios pasajes
clásicos, que fundan la inmortalidad de nuestro cuerpo y su restauración expresamente
en nuestra unión sobrenatural con el Hombre-Dios
como canal de una fuerza vital más elevada, que nos llega del seno de la
divinidad.
En
el capítulo VI del Evangelio según San Juan, el Salvador funda nuestro título y
nuestra esperanza de la inmortalidad del alma en el hecho de que nosotros
mediante la fe en su divinidad y mediante la recepción de su cuerpo vivificante
nos vemos unidos con Él mismo de un modo sobrenatural y tan íntimo que estamos
en Él, como Él está en el Padre, y por consiguiente, hemos de vivir mediante Él
y de Él, así como Él vive por el Padre y del Padre (ex Patre.)
Presenta nuestra resurrección como un milagro sobrehumano, apenas barruntado,
que sólo podrá esperarse si se da al hombre terrenal, corruptible, un pan que
baje del cielo y rebose de fuerza divina[1].
También para el Apóstol el argumento más fuerte de nuestra resurrección es que
Cristo, nuestra Cabeza, hombre y Dios, ha resucitado de entre los muertos por
virtud de su divinidad[2].
Mas, según el Apóstol, participamos de la Resurrección de Cristo principalmente
porque el Espíritu vivificador, divino, de Cristo y de su Padre eterno,
inhabita en nosotros como en miembros vivos de Cristo: “Y así, el espíritu de
aquel que ha resucitado a Jesucristo de la muerte dará vida también a vuestros
cuerpos mortales, en virtud de su Espíritu que habita en vosotros”[3].
Los
Padres, como ya en la época primitiva Ireneo[4],
dan también por motivo de nuestra resurrección nuestra unión sobrenatural con
el Hombre-Dios; y siendo así que
esta unión se establece del modo más real y perfecto en la sunción de su carne
vivificadora, indican –siguiendo
el ejemplo del Salvador– la Eucaristía como fuente y medio
principal de nuestra inmortalidad y de la resurrección de nuestro cuerpo. Se
expresa de un modo muy característico San Cirilo de Alejandría al decir: “Lo que según
su naturaleza (de modo que no solamente por el pecado) es
perecedero, sólo puede ser vivificado (es decir, levantado a una vida
imperecedera y conservado en ella), si corporalmente se ve unido con el cuerpo
de aquel que según su naturaleza es la vida misma (y por lo tanto la vida eterna), es
decir, con el cuerpo del Unigénito”[5].
Sin embargo, San Cirilo no quiere afirmar con ello –como no quiso el mismo Salvador–
que nuestra unión con Cristo haya de ser en absoluto la sacramental; evidentemente
sólo quiere indicar que nosotros –bien por medio de la Eucaristía de un modo
perfecto, bien por medio de la fe y el bautismo de un modo imperfecto– hemos de
estar sobrenaturalmente unidos con el Hombre-Dios como miembros de su cuerpo
místico, para poder pretender y alcanzar la inmortalidad del cuerpo.
En
motivos tan elevados y sobrenaturales fundan la Sagrada Escritura y los Santos
Padres nuestro título y nuestra esperanza de la inmortalidad del cuerpo y de la
resurrección en especial; realmente son bastante poderosos estos motivos, para
permitirnos esperar un milagro tan grande, como el que se necesita en este
caso, mientras que todos los motivos naturales apenas pueden darnos un vago
barrunto de su realización.
La
gracia sola, que levanta al hombre a la alta dignidad de hijo adoptivo de Dios,
bastaría ciertamente –por lo
menos bastaría incomparablemente más que la dignidad y destino naturales del
hombre– para
motivar un milagro tan grande como es el que ha de realizarse en el cuerpo
humano. Ya de suyo la filiación divina es un milagro y una fuente de milagros
que en parte, como por ejemplo la visión intuitiva de Dios, son mayores que
aquélla; llama al hombre a una vida nueva, divina, en su alma; ¿por qué no
habría de merecerle también –aunque
a precio de un milagro mayor todavía– la
resurrección y la perduración de su vida corporal?
Sí, no
obstante, en la Sagrada Escritura se indica ante todo como motivo de nuestra
resurrección para una vida inmortal nuestra relación con Cristo, Cabeza nuestra
y Hombre-Dios, ello tiene su
profundo significado. Por una parte nuestra incorporación a Cristo es el motivo de la gracia misma,
y por consiguiente también de los privilegios que de ella se derivan. Por otra
parte la gracia, a fin de cuenta, es de suyo sólo una santificación y una elevación
del espíritu, en el espíritu despliega su fuerza de vida propiamente dicha; no
abarca todo el ser humano –también
según su parte inferior–, y no repugnaría pensar que el alma precisamente para
gozar de la bienaventuranza a que se la destina mediante la gracia, se viese
separada del cuerpo, y permaneciese separada eternamente, como de hecho gozan,
en completo reposo, de su dicha, durante cierto tiempo las almas de los santos,
separadas del cuerpo. Pero gracias a la Encarnación, todo el ser humano asumido
en la persona del Logos, se ve
levantado, llevado, penetrado, santificado por su persona divina; en la persona
absolutamente eterna del Hijo de Dios
adquiere también el cuerpo asumido en la misma la vocación y el título para la
existencia eterna; y con el cuerpo propio del Hijo de Dios los adquieren
también los cuerpos –que le son incorporados por medio de aquél– de todos sus
miembros vivos. La entrada del Dios eterno en la carne perecedera y la admisión
de la carne en el seno del Dios eterno son el motivo último y supremo de la
perduración eterna de la carne, de su triunfo admirable sobre la muerte; son en
ella el sello que le imprime la rúbrica de la eternidad.
Concluyamos,
pues: No la naturaleza, sino los misterios sobrenaturales de la gracia y de la
Encarnación, o brevemente, el misterio de nuestra unidad mística con el Hombre-Dios, es el fundamento en que se
apoya nuestra esperanza de la resurrección y de la inmortalidad de nuestro
cuerpo[6].
Y este
fundamento elimina al mismo tiempo la dificultad por la cual la restauración de
la unión con el cuerpo parecía incongruente para el estado de la consumación
suprema y bienaventuranza del espíritu. Porque no solamente exige que el alma
se una nuevamente con el cuerpo sino que hace que esta unión sea gloriosa, que
el cuerpo mismo sea revestido de una gloria y bienaventuranza del alma, por lo
cual el cuerpo, lejos de ser lastre oprimente para el alma, sirva más bien para
revelar y presentar plenamente su gloria y
bienaventuranza.
Sin
ésta glorificación, decíamos antes, no se puede pensar en la resurrección y
conservación eterna de la vida corporal. Por esto hemos de decir que el
resucitar de esta vida no puede en el fondo separarse de la glorificación;
solamente si resucita el cuerpo con destino a la glorificación será destinado a
la resurrección. No hay resurrección para la vida eterna sin glorificación y
aun cuando la misma resurrección como tal ya es un misterio sobrenatural, sin
embargo en la realidad se funde en un
solo misterio con la glorificación; es decir, los mismos motivos
sobrenaturales postulan la resurrección del cuerpo para una vida que ya no
volverá a disolverse y la glorificación del cuerpo y de su vida; y postulan las
dos cosas “per modum unius”, es a saber, la una con relación a la
otra. Esta relación es doble. Nuestra unidad viva con el Hombre-Dios exige la resurrección de nuestro cuerpo solamente por
cuanto éste también puede y debe ser glorificado, a fin de que no impida la
gloria del alma, antes bien la amplíe y la revele. La perduración eterna de la
vida nuevamente despertada tiene su garantía, su motivo y causa precisamente en
la glorificación del cuerpo. Como espiritualización de la vida, la
glorificación suprime en el cuerpo precisamente aquello por lo cual éste
después de la resurrección pudiera verse expuesto nuevamente a la muerte,
suprime su fragilidad y su corruptibilidad, a ella se debe en realidad que el
cuerpo no pueda ya morir en adelante, que en sí mismo se eleve realmente por
encima de la muerte, que sea verdaderamente inmortal, mientras que sin ella
seguiría siendo siempre mortal, y no podría preservarse contra la muerte real
sino mediante protección especial de Dios. Sin la glorificación la perduración
sin fin de la vida corporal seguiría siendo siempre precaria, casual, no se
fundaría en la disposición íntima de la misma, y así tampoco sería propiedad
plena del cuerpo resucitado; y sin embargo ha de serlo para presentarse como
resultado de un orden firmemente trabado.
Todo el misterio de la
consumación del hombre según su naturaleza corporal, por lo tanto también la
resurrección y la perduración del cuerpo se concentran en el misterio de su
glorificación, por lo cual designamos de antemano también éstas simplemente
como contenido propio, como fruto de la consumación sobrenatural del hombre.
Precisamente la glorificación correspondiente al cuerpo por virtud de su
incorporación a Cristo, el estar
destinado a participar de la glorificación del alma, le asegura la vida eterna,
así como la deificación del alma le garantiza a ésta una vida divino-eterna; y
se la asegura con tal perfección que por un modo de ser sobrenatural se hace
tan inmortal, como inmortal es el espíritu según su naturaleza. Sí hasta parece
que hayamos de decir que el cuerpo, por ese modo de ser sobrenatural participa
de la vida eterna en un sentido más alto que como le compete por naturaleza al
espíritu creado. El cuerpo participa en este caso –aunque de un modo mediato, por
el alma– de la eternidad de Dios; juntamente con el alma se ve elevado también
por encima de esa mutabilidad, de ese curso del tiempo, a los cuales el
espíritu creado, no obstante su ser inmortal, se ve sujeto; es introducido en
un estado de inconmovilidad y de calma inmutables, como solamente Dios lo posee
por naturaleza y como sólo él puede pretenderlo.
Mas
para comprenderlo perfectamente, hemos de estudiar más de cerca la esencia y
los efectos de la glorificación del cuerpo.
Este cometido tiene
indudablemente grandes dificultades, tanto más cuanto que los teólogos se han
dedicado relativamente poco a darles solución. Las dificultades estriban en la
materia misma; siendo ésta de suyo tan elevada, tan misteriosa, su comprensión
ha de tropezar con muchas obscuridades; y precisamente estas obscuridades son
prueba, y no la última, de su elevación sobrenatural.
NO SE OLVIDE DE DEJAR UN COMENTARIO O DIGA CUAL ES EL TEMA QUE USTED QUIERA QUE SE TRATE
NO SE OLVIDE DE DEJAR UN COMENTARIO O DIGA CUAL ES EL TEMA QUE USTED QUIERA QUE SE TRATE
[1]
Jn 6,
35-40 51-58; cf. Jn 6, 39-40 44. ; Jn 12, 48– Cf. Ignacio de
Antioquía, Carta a los Efesios 20,2:
La Eucaristía es “medicina de inmortalidad”– Representaciones sincretistas
respecto de un manjar de vida que se verifican en el Cristianismo.
[2]
Ef. 2,
5-6; Col 2,
12-13.
[3]
Rm 8,
11
[4]
San Ireneo de Lyon, Adversus haereses 1. 5
[5]
San Cirilo de Alejandría, Commentarium
in Iohannem, libro 10, cap. 2, libro 15,
cap1
[6]
La historia de las religiones nos suministra algunos datos que muestran cómo se
cumple en Cristo un barrunto oscuro del linaje humano: “La idea de la
resurrección…, para la cual no queda lugar alguno en los sistemas filosóficos
de la antigüedad, surgió en la antigüedad pagana –de un modo puramente natural–
de la analogía del retorno del sol, de la luna, de las estrellas y de la
vegetación como representación ante todo de la resurrección del Dios muerto,
con la cual se unió luego la esperanza de la resurrección de sus siervos, que
habían entrado en relación con él mediante ritos misteriosos. Sin embargo cuán
extraño sonaba en los tiempos apostólicos, a pesar de todos los mitos y
misterios de la antigüedad, el anuncio de nuestra resurrección, lo demuestran 1
Co 15 y Hch 17, 18.32.