viernes, marzo 27, 2015

El Misterio de la Glorificación y de las Postrimerías



La Glorificación sobrenatural en general como “finis fidei (1Pe 1, 9) o como la consumación de los misterios de la fe


Lo que ni el ojo vio,
ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó
lo que Dios preparó para los que lo aman.
Isaías 64, 3               1Co 2, 9
La justificación y santificación del hombre es el fruto próximo, presente del organismo sobrenatural, misterioso, establecido por la Encarnación (Hb 1, 2; 1Pe 1, 20)
La salvación “salus animarum, la consumación y la bienaventuranza supremas de las almas, que el cristianismo nos enseña a esperar, las designa él por boca del Príncipe de los apóstoles como fin de la fe (“finis fidei”) ,no de la razón, como fin que solamente la fe divina nos muestra, al cual solamente ella puede conducirnos, como fin que solamente ella nos presenta y nos da a comprender “como el fundamento de las cosas que se esperan y convencimiento de las cosas que no se ven”[1]es decir, de las cosas que ni en sí mismas ni en su germen están presentes ante los ojos naturales.
Esto nos lo muestra solamente la sabiduría de Dios en el misterio de la sabiduría recóndita…, sabiduría que ni los príncipes de éste siglo han entendido”[2]. La glorificación propiamente dicha se verifica solamente cuando un objeto queda transformado y sublimado no por desplegar su propio brillo, sino por añadírsele otro de afuera. La consumación y la bienaventuranza de la creatura espiritual sólo realizarán el concepto de la glorificación, si se verifica mediante una luz derramadora sobre la creatura desde afuera, desde la naturaleza divina, que es fuego espiritual y celestial purísimo; por lo cual la creatura es transformada en imagen de la divina naturaleza, para que refleje en sí y permita que irradie por ella el fulgor divino, la divina luz.
“Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más glorioso: así es como actúa el Señor, que es Espíritu[3]. El Apóstol no habla de la glorificación en el más allá; habla ante todo de aquella transformación que el Espíritu de Dios obra en nosotros acá abajo en la tierra, habla de “la renovación del hombre interior”[4]
La deificación y el nuevo nacimiento del hombre acá abajo no solemos llamarlos por lo regular glorificación, sino santificación, porque aquí la gloria de los hijos de Dios está dormida en ellos a modo de germen, para desenvolver toda su pompa más allá del sepulcro.
La luz de la gracia, el “lumen gratiae”, que comunica a nuestras almas una hermosura y amabilidad tan admirables a los ojos de Dios y las convierte en templos del Espíritu Santo es la aurora de la luz de la gloria,  del “lumen gloriae”, en el  cual Dios revelará en nosotros su propia Gloria de tal manera que nosotros la reflejaremos como un cristal por la que pasa el rayo de sol.
Tal misterio, tal glorificación, tal inundación de gloria divina en la creatura, es evidentemente una obra sumamente admirable, sobrenatural, es un misterio que la razón no puede alcanzar y que sigue siendo incomparable e insondable aun después de la revelación; es un misterio, que sobrepuja a todo concepto, el misterio de una nueva creación.
Este misterio se manifiesta en primer lugar y de un modo especial en la creatura espiritual y así también en la parte espiritual del hombre; porque solamente el espíritu, que ya por naturaleza es semejante a Dios en la simplicidad y vitalidad de su ser, puede, mediante la aproximación de Dios y  la fuerza de su Espíritu, ser partícipe de la divina naturaleza y llenarse de la gloria y bienaventuranza de Dios. La naturaleza material no es apta para la deificación. Si Dios ha prometido crear un nuevo cielo y una nueva tierra, no hemos de buscar esta novedad solamente en el hecho de que la nueva naturaleza posea mayor plenitud de fuerzas naturales con una organización mejor; según la analogía de la glorificación del espíritu habremos de decir, que también la naturaleza material, levantando por encima de sí misma mediante la fuerza admirable de Dios, será revestida y penetrada de una gloria que no puede lograrse mediante la intensificación y la combinación de cualidades y fuerzas naturales[5].
En general cuando se trata de definir la glorificación, hemos de tomar por parte de partida y norma la Encarnación y el organismo sobrenatural fundado por ella. La Creatura adquiere dignidad y consagración inconcebiblemente elevadas, mediante su unión con el Hombre– Dios, y mediante éste con Dios. Su gloria– aunque no según su medida, más sí según su esencia– ha de ser la misma que correspondería a la humanidad de Cristo por virtud de su unión hipostática.
“Como el hombre terrestre, (Adán) así son los terrestres; como el celeste (Cristo) así serán los hombres celestes. Y del mismo modo que hemos llevado la imagen del hombre terrestre, llevaremos también la imagen del celeste” 1 Co 15, 48-49.
Por su origen celestial, divino, procediendo del seno de Dios, Cristo había de ser revestido también en su humanidad con una gloria celestial, es decir divina, tomada del seno de la divinidad; semejante gloria celestial, absolutamente sobrenatural, han de tener también aquellos en Él y mediante Él son admitidos en el seno de Dios. Así como la gloria de la humanidad de Cristo –gloria a que esta llamada por virtud de la unión hipostática– no podía ser natural, tampoco puede ser natural la gloria de sus miembros.
El Apóstol habla con tanta frecuencia de las riquezas inagotables de la gloria, que nos esperan en el más allá; y las contempla con asombro y admiración. San Máximo Mártir expresa toda la grandeza del misterio con éstas palabras: “La glorificación o deificación de la creatura es una elevación de la misma por encima de todo lo natural y finito, es una actividad de Dios, inmediata e infinita y que va a lo infinito, todopoderosa, omnipotente, de la que brotan para todos aquellos que la reciben en sí, una alegría y gozo inefables y más que inefables, alegría y gozo para los cuales no es posible hallar en la naturaleza de las cosas ni fundamento o representación, ni concepto o expresión”.



[1] Hb 11, 1
[2] 1 Co 2, 7-8
[3] 2 Co 3, 18
[4] 2 Co 4, 16.
[5] 1 Co 15, 44          1Co 15, 48ss

La Glorificación del espíritu en la intuición de Dios. El misterio de la “vita aeterna


La glorificación, la deificación del espíritu llena a éste hasta tal punto de la luz divina, que se hace capaz de un conocimiento que de suyo solo corresponde a Dios, se hace capaz de intuir, de ver directamente la esencia divina. En éste intuición revelase el “lumen gloriæ” con toda su profundidad y elevación, en ella se realiza el prodigio más elevado, más inconcebible de la operación sobrenatural de Dios en la creatura; prodigio, por el cual ésta se ve levantada a la participación completa de la vida divina, de la bienaventuranza divina; prodigio que sobrepuja tanto a la naturaleza y a la razón, que después de la Encarnación no hay otro mayor. De ahí que sea también de un modo especial el misterio, del cual dice el Apóstol, que ni ojo lo vio, ni oreja lo oyó, ni pasó por pensamiento a hombre alguno. Isaías 64, 3.    1 Co 2, 9
                        Mas no lo sería, si su realidad o aún su posibilidad pudiese ser conocida por la razón natural; porque en tal caso entraría en la natural esfera visual de la razón, y ésta no se vería obligada a elevarse por encima de sí misma mediante la fe para poder hacerse cargo de la glorificación.
“Nuestra razón, por propio impulso sólo se levanta al deseo de conocer la causa y el sentido de la vida según la manera de nuestro propio conocimiento y nuestra propia vida. Ni siquiera la mera posibilidad de misterios verdaderamente sobre-naturales puede demostrar la razón en el sentido estricto de la palabra; no puede ni indirectamente, después de haberse dado la revelación. Así no podemos demostrar la simple existencia de la Trinidad aunque ella sea el único ser y la única vida necesarios. Los demás misterios se sustraen a nuestra investigación causal ya por el hecho de depender ellos mismos de la única libertad realmente absoluta: la libre voluntad de Dios” Santo Tomas de Aquino Summa theologiæ. I, 12, 1
Solamente un total desconocimiento del carácter absolutamente sobrenatural de nuestro fin último efectivo puede dar motivo a admitir semejante proposición. Porque la realidad de la visión beatifica[1] o el hecho de ser destinados nosotros a la misma, sólo podrían ser conocidos por la razón, si tal visión fuese el fin natural, necesario para el espíritu creado, fin al cual Dios habría de destinar el espíritu, dando así a su naturaleza la perfección exigida por la misma. Mas con ello quedaría derribada toda la doctrina católica acerca de la gracia; la visión beatifica no se nos destinaría mediante la adopción benévola que nos hace hijos de Dios, sino que nosotros tendríamos por naturaleza un título legítimo para la misma. Mientras nuestra vocación es pura gracia de Dios, sólo podremos conocer y afirmar con certeza su realidad mediante la fe que prestamos a la palabra de Dios con la que él nos revela su voluntad de hacernos entrega de sí mismo. En éste punto han de coincidir todos los teólogos católicos.
La visión beatifica es un prodigio, un prodigio sobrenatural de la más elevada categoría; y a quien la reconozca por tal, no se le ocurriría querer comprender “a priori” su posibilidad.
Recuérdense las condiciones que los teólogos exigen para la realización de la misma, y que en realidad deben exigir por la naturaleza misma de la cosa. La visión intuitiva de Dios, de Dios en su esencia propia, de suyo sólo es cosa natural y privativa de los que están en posesión de la naturaleza divina. Si la creatura ha de ser levantada a ésta intuición, ha de participar también ella de la divina naturaleza mediante la comunicación de la luz divina, la única en la cual puede mostrarse la esencia divina. “Los que gozan de Dios”, dice el Catecismo Romano, “aun cuando conserven su sustancia propia, se revisten de cierta forma admirable y casi divina, de suerte que más que hombres parecen dioses”. Y no basta aún; para que la esencia divina sea captada, intuida realmente en sí misma, debe estar íntimamente unida con el ojo que la intuye, debe estar tan profundamente metida en el mismo, que le esté presente no solamente por una impresión producida por ella, sino por sí misma, y a la par estar presente de un modo tan íntimo, como las impresiones necesarias para el conocimiento de un objeto están en el ojo que lo intuye. Bajo estas condiciones, dicen los teólogos, es posible la intuición de Dios para el espíritu creado. ¿Cómo podría comprender la razón que precisamente el darse estas condiciones es un prodigio, el prodigio de los prodigios? ¿Cómo podría comprender la razón de qué manera puede llenar Dios hasta tal punto de su propia luz a la creatura finita, limitada, tan inferior a él, y unirla tan íntimamente consigo, como si ella fuese de naturaleza divina? ¿Cómo podría la razón comprender de qué manera puede la creatura asemejarse a Dios en esa fuerza cognoscitiva, que es el privilegio más destacado, más propio de la naturaleza divina; y asemejársele también en la posesión más íntima, en el más íntimo disfrute de su esencia que le compete a él mismo solamente por la identidad absoluta del sujeto cognoscente y de lo conocido[2] ?
Este carácter misterioso de la visión intuitiva de Dios se mostrará todavía más claramente en lo que sigue.
La intuición de Dios, la posesión de Dios, contenida en ella, el goce de Dios en la misma, forman propiamente la herencia de los hijos de Dios. Es la dicha de que goza el mismo Dios, la que por naturaleza solamente a Él corresponde, y por lo tanto sólo puede caber en suerte a aquellos que Dios hace participar de su propia dignidad y naturaleza y, sacándolos del estado de servidumbre, los admite en su familia. Es un bien que solamente como herederos de Dios y coherederos de Cristo podemos conseguir; porque solamente como coherederos, como hijos de Dios podemos tener derecho a poseer a Dios y gozar de él así como Él se posee y se goza de sí mismo; y solamente como coherederos, como miembros y hermanos del Hijo unigénito de Dios, podemos pretender intuir a su Padre, así como Él le intuye en su seno, cara a cara. Sí éste bien sobrepuja tanto a todos los títulos y esperanzas de la naturaleza que ha de venir a nosotros el Espíritu propio de Dios para prometérnoslo y, dándose en posesión a nosotros, servirnos de ésta prenda y garantía de ésta promesa. De ahí que la posesión de ésta prenda ya nos brinde una paz tan llena de dicha y de tan alta categoría que también ella, según el Apóstol, sobrepuja a todo sentido (natural) y hace exultar nuestros corazones con gozo tal como no lo conoce la naturaleza.
Pero siendo así que la posesión y el goce de Dios, que sus hijos alcanzan como herencia corresponde a su alta dignidad, sin una graciosa elevación y glorificación de la vida no puede concebirse, y, porque la intuición misma de Dios, en que se concentran su posesión y goce, es un acto vital divino, por esto la toma de posesión de la herencia de los hijos de Dios, como nueva participación de la vida divina, ha de ser para ellos un nuevo nacimiento del seno (ex sinu) de Dios. Por este nuevo nacimiento la divina fuerza de la vida inunda a la creatura, y ensancha su capacidad de comprensión de tal manera que la creatura puede concebir en sí la esencia divina –que penetra en lo más profundo e íntimo del espíritu– y con el conocimiento y amor de la misma puede desplegar la vida más elevada, una vida que del modo más admirable radica al mismo tiempo en Dios y saca de él su alimento, una vida verdaderamente divina, por la cual la creatura vive en Dios y Dios vive en ella.
Si ya en la naturaleza, en la espiritual como en la sensitiva, la vida parece un misterio profundo a nuestra razón, ¡cuánto más habrá de ser un misterio insondable, inefable-y en sentido más elevado-esta vida divina, sobrenatural de la creatura de Dios y la de Dios en la creatura!
La expresión con que de ordinario suele expresarse esta vida en la Sagrada Escritura y en el lenguaje de la Iglesia –la vida eterna, “vita æterna” –, considerada de un modo superficial difícilmente podrá parecernos adecuada para manifestar la elevación mística de la misma. Si bajo el atributo “eterno” se entiende solamente el carácter imperecedero, la inmortalidad de la vida, evidentemente no habrá misterio sobrenatural en ello. El Espíritu creado es inmortal por naturaleza, también su vida natural es imperecedera y por tanto eterna. La eternidad del espíritu y de su vida es una cosa que de suyo se impone, tanto, que nuestra razón natural debe admitirla como necesaria; es tan comprensible, que lo contrario es completamente incomprensible para la razón.
Mas no ha de entenderse esta expresión en un sentido tan mezquino y vulgar, ya por el hecho de que este sentido evidentemente se opone a la manera elevada, solemne con que el Salvador la emplea para anunciar un beneficio grande, admirable y a la manera como la usa la Iglesia al final de su Símbolo. Además el Salvador designa la vida eterna expresamente como una vida que ha de llegarnos mediante la unión con Él, Hijo natural de Dios, y mediante la unión con su Padre eterno; como una vida, que del Padre pasa a Él y de Él a todos aquellos que mediante la fe o la Eucaristía se asimilan la fuerza vital propia de Él. De modo que necesariamente ha de ser una vida sobrenatural, que se infunde a la creatura desde arriba, desde el seno de la divinidad; y si en esta relación es designada como vida eterna, entonces la eternidad de la misma ha de estribar precisamente en que nosotros, mediante ella, participamos de la vida absolutamente eterna de Dios.
La vida eterna, que Cristo nos prometió, es eterna  no solo porque en alguna manera es sencillamente inmortal, imperecedera, sino porque es una emanación de la vida absolutamente eterna, sin principio ni fin, inmutable de la divinidad. Esta vida no radica ya en un fondo de vida,  que aunque indestructible, flota sobre el abismo de la nada; sino de un modo inmediato en la fuente primera –sin principio, eterna–  de toda vida; de ahí que también su perduración tenga una consistencia infinitamente más firme que toda vida natural. Por esto es indestructible e inmortal de una manera incomparablemente más elevada que esta última; y no solamente es inmortal, sino, a semejanza de la vida divina, también inmutable, invariable en una simplicidad infinitamente rica[3].
La vida natural del espíritu creado, aun cuando sea imperecedera, no está por encima del curso del tiempo; por no poder desplegar en un solo acto toda su riqueza, ha de desarrollarse en el cambio continuo de diversos actos. Mas la vida que el espíritu vive en Dios, es de la índole de la vida divina; en ella todo se concentra en Dios y en torno de Dios; todo cuanto conoce y ama el espíritu, lo conoce y lo ama en Dios y mediante Dios. Mientras que en su vida natural, dirigiéndose a Dios por diversos caminos, gira por decirlo así incesantemente en torno de Dios, como los planetas en torno al Sol, con su vida sobrenatural se halla en Dios mismo con reposo inmutable, abarcando en el solo acto del conocimiento y del amor de Dios todo cuanto en la vida natural va ocurriendo en un desarrollo largo y múltiple. En Dios y con Dios se halla elevado no solamente por encima de las leyes del curso terrenal del tiempo (del “tempus” en sentido estricto), sino también por encima del curso temporal en que se mueve la creatura espiritual (el “aevum[4]) y participa del reposo inmutable que solamente Dios posee como privilegio sobre todas las creaturas. Su vida, por ser completamente divina y brotar de Dios y fundarse en Dios, es eterna como la vida de la divinidad, y esta eternidad misma es por lo tanto la consecuencia y también la nota destacada de su carácter divino. De modo que el Hijo de Dios, para subrayar la elevación de esta vida y su relación con la de la divinidad, podía contentarse con llamarla vida eterna.
Pero también por otro motivo subrayó el Hijo de Dios que la vida que Él nos comunica de un modo sobrenatural es vida  eterna. En el capítulo VI según San Juan no habla de un modo exclusivamente abstracto de la vida de nuestra alma, sino de un modo concreto de aquella vida que Él va a comunicar a toda nuestra naturaleza, al alma y al cuerpo; y hasta carga especialmente el acento en la vida del cuerpo, prometiéndonos la restauración de la misma después de la muerte temporal[5].
El cuerpo según su naturaleza es mortal y muere; para él ya la simple eternidad de su vida es un prodigio sobrenatural, que salta a la vista; por esto el Salvador pudo muy bien destacar el privilegio de la vida, que de Él había de llegar a nuestra naturaleza, con el calificativo “eterna”, tanto más por cuanto la lozanía indestructible, la exención completa de la descomposición y corrupción en general es la perfección suprema de la vida.
Con esto hemos llegado al segundo factor también principal de la glorificación de nuestra naturaleza, la glorificación de nuestro cuerpo y de la vida corporal.



[1] Visión Beatifica: Es la visión comunicada por la luz de la gracia y el amor sobrenatural del Espíritu Santo.
[2] 1Juan 3, 2
[3] Jn 6, 33. 37. 40. 45-47 51. 57
[4]Aevum”, antiguo latín, aevom, designa a la eternidad como tiempo sin límites, pero también la vida de un hombre, de una generación, de una época, y el tiempo como engranaje que descansa en sí mismo. En las Sagradas Escrituras se contrapone –por primera vez Is 40, 28 (cf. 41, 4; 44, 6; 48, 12) – la eternidad divina al tiempo del hombre, como algo que permanece, y que no obstante abarca el tiempo en curso.
[5] Jn 6, 27-40. 51-59.



La Glorificación del cuerpo y de la vida corporal.

Resurrección y glorificación como elementos conexos de un solo misterio[11]


En lo que nos enseña la fe sobre la consumación de nuestra naturaleza según su parte corporal, podemos distinguir dos cosas: primera, la simple restauración de la unión entre el alma y el cuerpo, que no habrá de ser ya disuelta nunca; y segunda, la glorificación propiamente dicha del cuerpo y de la vida corporal, su espiritualización, conforme a la deificación del espíritu y de su vida. Esta glorificación según quedó demostrado antes, y lo veremos con más claridad todavía – es sin duda alguna un misterio sobrenatural. Mas se podría preguntar: la restauración del cuerpo y de su vida, que han de ser glorificados, y su conservación eterna ¿son ya de suyo un misterio verdadero?
Esta cuestión es tanto más justificada, cuanto que la restauración del cuerpo y de su vida, la resurrección de entre los muertos, no acarrea de suyo como consecuencia la glorificación de la vida restaurada, según se ve por ejemplo en las resurrecciones de muertos obrados por Cristo acá abajo en la tierra. Por otra parte, no repugna admitir que Dios, mediante una providencia especial, quisiera preservar de una nueva muerte esta vida, sin que por ello le diera seguridades contra la muerte mediante una transformación y espiritualización interiores.
Sin duda alguna, la simple restauración del cuerpo y de su vida después de la muerte, sobre todo después de la descomposición y corrupción completas del cuerpo, es una obra fundamentalmente sobrenatural, por cuanto no puede efectuarse sin un acto de poder, directo y extraordinario, de Dios. De un modo análogo, la conservación ininterrumpida, sin estorbos, de esta vida así restablecida tampoco podría realizarse sin una intervención extraordinaria de Dios. Mas aquella restauración y esta conservación en nuestra hipótesis se referirían al cuerpo y a su vida solamente por cuanto ambos pueden restablecerse entre otras circunstancias de un modo natural y conservarse por lo menos durante cierto tiempo de un modo natural. De suerte que en el fondo solamente la manera de realizarse es sobrenatural, pero es natural el producto de la actividad: el cuerpo y su vida en su natural disposición. No se puede afirmar que Dios haya de conservar o restaurar necesariamente para toda la eternidad la naturaleza humana en su totalidad, es a saber, según su parte inferior. Precisamente porque la vida corporal está sujeta, según su naturaleza, a la descomposición, y se descompone en realidad, porque no puede conservarse o restablecerse para toda la eternidad sino por milagro, se ha de presumir que no tiene derecho a la inmortalidad y a la restauración. Para la consumación y la bienaventuranza del alma tampoco es de necesidad fundamental la perduración eterna de su unión con el cuerpo; el alma puede ser dichosa sin el cuerpo, mediante el disfrute de bienes espirituales, así como son dichosas de hecho las almas de los finados aún durante su separación del cuerpo; aún más, la unión del alma con el cuerpo sin una glorificación sobrenatural de éste, más que convenir al alma le serviría de estorbo en el goce perfecto de su dicha más noble, en el completo desarrollo de su vida espiritual. Se afirma que la muerte entró en el mundo por el pecado; que es una anomalía, la cual después de suprimirse el reato en que se funda debe desaparecer. Pero sabemos también que, según la doctrina católica, la inmortalidad del primer hombre fue una gracia sobrenatural y libre de Dios, a la cual la naturaleza no tenía ningún derecho. Y si, según la doctrina católica, la naturaleza no tenía derecho a la exención de la muerte, menos lo tenía para una restauración prodigiosa después de la muerte.
Todos los motivos racionales, con los cuales se intenta convencernos de la fuerza de la futura resurrección, no son sino razones que demuestran su conveniencia, su congruencia, no su necesidad, por consiguiente razones con las cuales podrá hacerse creíble su realidad, y acaso probable, mas no conducirnos a una convicción respecto de la misma. Es congruente que Dios para su glorificación dé una existencia eterna a la naturaleza humana, microcosmos, foco de toda la creación; que extienda la inmortalidad del alma al cuerpo; que también en la eternidad recompense según el cuerpo y en el cuerpo del hombre –ya que éste ha trabajado en su cuerpo y mediante su cuerpo por la gloria de Dios–. Mas estas razones son demasiado débiles para postular y motivar de un modo suficiente por sí solas un prodigio tan grandioso, como el que sería necesario en este caso; por otra parte las debilita aún más la circunstancia ya mentada de que el cuerpo si no se le coloca en un estado de glorificación sobrenatural, perjudica el completo desarrollo de la vida espiritual y con ello sirve de estorbo así para la bienaventuranza más elevada del hombre como para la mayor gloria de Dios en su creación. De modo que desde el punto de vista puramente natural, filosófico, tenemos que inclinarnos más bien en contra que no es favor de la resurrección.
Las razones propiamente decisivas para la resurrección y para la vida eterna del cuerpo se hallan en una esfera más elevada, pertenecen al orden sobrenatural, y por ser como tales de naturaleza misteriosa, imprimen un carácter misterioso también al edificio que en ellas descansa.
Obsérvese bien el motivo que da la Sagrada Escritura para la resurrección de entre los muertos. No veremos que la apoye en el derecho natural de nuestra naturaleza; a no ser por aquello de que en varios pasajes la funda en el mérito de Cristo que cancela el pecado. Pero de esto último sólo podría sacarse la consecuencia que se intenta, si Cristo destruyó el pecado en calidad de perturbación del orden natural, y no lo destruyó también –mejor dicho, más propiamente– en calidad de derrumbamiento del orden sobrenatural. Solamente porque la muerte del Hombre-Dios fue bastante poderosa para vencer por completo el pecado que nos había robado los bienes de la vida sobrenatural, nos devolvió también el derecho que nos había sido otorgado originalmente: la inmortalidad del cuerpo.
Hay en cambio varios pasajes clásicos, que fundan la inmortalidad de nuestro cuerpo y su restauración expresamente en nuestra unión sobrenatural con el Hombre-Dios como canal de una fuerza vital más elevada, que nos llega del seno de la divinidad.
En el capítulo VI del Evangelio según San Juan, el Salvador funda nuestro título y nuestra esperanza de la inmortalidad del alma en el hecho de que nosotros mediante la fe en su divinidad y mediante la recepción de su cuerpo vivificante nos vemos unidos con Él mismo de un modo sobrenatural y tan íntimo que estamos en Él, como Él está en el Padre, y por consiguiente, hemos de vivir mediante Él y de Él, así como Él vive por el Padre y del Padre (ex Patre.) Presenta nuestra resurrección como un milagro sobrehumano, apenas barruntado, que sólo podrá esperarse si se da al hombre terrenal, corruptible, un pan que baje del cielo y rebose de fuerza divina[1]. También para el Apóstol el argumento más fuerte de nuestra resurrección es que Cristo, nuestra Cabeza, hombre y Dios, ha resucitado de entre los muertos por virtud de su divinidad[2]. Mas, según el Apóstol, participamos de la Resurrección de Cristo principalmente porque el Espíritu vivificador, divino, de Cristo y de su Padre eterno, inhabita en nosotros como en miembros vivos de Cristo: “Y así, el espíritu de aquel que ha resucitado a Jesucristo de la muerte dará vida también a vuestros cuerpos mortales, en virtud de su Espíritu que habita en vosotros”[3].
Los Padres, como ya en la época primitiva Ireneo[4], dan también por motivo de nuestra resurrección nuestra unión sobrenatural con el Hombre-Dios; y siendo así que esta unión se establece del modo más real y perfecto en la sunción de su carne vivificadora, indican –siguiendo el ejemplo del Salvador– la Eucaristía como fuente y medio principal de nuestra inmortalidad y de la resurrección de nuestro cuerpo. Se expresa de un modo muy característico San Cirilo de Alejandría al decir: Lo que según su naturaleza (de modo que no solamente por el pecado) es perecedero, sólo puede ser vivificado (es decir, levantado a una vida imperecedera y conservado en ella), si corporalmente se ve unido con el cuerpo de aquel que según su naturaleza es la vida misma (y por lo tanto la vida eterna), es decir, con el cuerpo del Unigénito”[5]. Sin embargo, San Cirilo no quiere afirmar con ello –como no quiso el mismo Salvador– que nuestra unión con Cristo haya de ser en absoluto la sacramental; evidentemente sólo quiere indicar que nosotros –bien por medio de la Eucaristía de un modo perfecto, bien por medio de la fe y el bautismo de un modo imperfecto– hemos de estar sobrenaturalmente unidos con el Hombre-Dios como miembros de su cuerpo místico, para poder pretender y alcanzar la inmortalidad del cuerpo.
En motivos tan elevados y sobrenaturales fundan la Sagrada Escritura y los Santos Padres nuestro título y nuestra esperanza de la inmortalidad del cuerpo y de la resurrección en especial; realmente son bastante poderosos estos motivos, para permitirnos esperar un milagro tan grande, como el que se necesita en este caso, mientras que todos los motivos naturales apenas pueden darnos un vago barrunto de su realización.
La gracia sola, que levanta al hombre a la alta dignidad de hijo adoptivo de Dios, bastaría ciertamente por lo menos bastaría incomparablemente más que la dignidad y destino naturales del hombre para motivar un milagro tan grande como es el que ha de realizarse en el cuerpo humano. Ya de suyo la filiación divina es un milagro y una fuente de milagros que en parte, como por ejemplo la visión intuitiva de Dios, son mayores que aquélla; llama al hombre a una vida nueva, divina, en su alma; ¿por qué no habría de merecerle también aunque a precio de un milagro mayor todavía la resurrección y la perduración de su vida corporal?
Sí, no obstante, en la Sagrada Escritura se indica ante todo como motivo de nuestra resurrección para una vida inmortal nuestra relación con Cristo, Cabeza nuestra y Hombre-Dios, ello tiene su profundo significado. Por una parte nuestra incorporación a Cristo es el motivo de la gracia misma, y por consiguiente también de los privilegios que de ella se derivan. Por otra parte la gracia, a fin de cuenta, es de suyo sólo una santificación y una elevación del espíritu, en el espíritu despliega su fuerza de vida propiamente dicha; no abarca todo el ser humano –también según su parte inferior–, y no repugnaría pensar que el alma precisamente para gozar de la bienaventuranza a que se la destina mediante la gracia, se viese separada del cuerpo, y permaneciese separada eternamente, como de hecho gozan, en completo reposo, de su dicha, durante cierto tiempo las almas de los santos, separadas del cuerpo. Pero gracias a la Encarnación, todo el ser humano asumido en la persona del Logos, se ve levantado, llevado, penetrado, santificado por su persona divina; en la persona absolutamente eterna del Hijo de Dios adquiere también el cuerpo asumido en la misma la vocación y el título para la existencia eterna; y con el cuerpo propio del Hijo de Dios los adquieren también los cuerpos –que le son incorporados por medio de aquél– de todos sus miembros vivos. La entrada del Dios eterno en la carne perecedera y la admisión de la carne en el seno del Dios eterno son el motivo último y supremo de la perduración eterna de la carne, de su triunfo admirable sobre la muerte; son en ella el sello que le imprime la rúbrica de la eternidad.
Concluyamos, pues: No la naturaleza, sino los misterios sobrenaturales de la gracia y de la Encarnación, o brevemente, el misterio de nuestra unidad mística con el Hombre-Dios, es el fundamento en que se apoya nuestra esperanza de la resurrección y de la inmortalidad de nuestro cuerpo[6].
Y este fundamento elimina al mismo tiempo la dificultad por la cual la restauración de la unión con el cuerpo parecía incongruente para el estado de la consumación suprema y bienaventuranza del espíritu. Porque no solamente exige que el alma se una nuevamente con el cuerpo sino que hace que esta unión sea gloriosa, que el cuerpo mismo sea revestido de una gloria y bienaventuranza del alma, por lo cual el cuerpo, lejos de ser lastre oprimente para el alma, sirva más bien para revelar y presentar plenamente su gloria y bienaventuranza.
Sin ésta glorificación, decíamos antes, no se puede pensar en la resurrección y conservación eterna de la vida corporal. Por esto hemos de decir que el resucitar de esta vida no puede en el fondo separarse de la glorificación; solamente si resucita el cuerpo con destino a la glorificación será destinado a la resurrección. No hay resurrección para la vida eterna sin glorificación y aun cuando la misma resurrección como tal ya es un misterio sobrenatural, sin embargo en la realidad se funde en un solo misterio con la glorificación; es decir, los mismos motivos sobrenaturales postulan la resurrección del cuerpo para una vida que ya no volverá a disolverse y la glorificación del cuerpo y de su vida; y postulan las dos cosas “per modum unius”, es a saber, la una con relación a la otra. Esta relación es doble. Nuestra unidad viva con el Hombre-Dios exige la resurrección de nuestro cuerpo solamente por cuanto éste también puede y debe ser glorificado, a fin de que no impida la gloria del alma, antes bien la amplíe y la revele. La perduración eterna de la vida nuevamente despertada tiene su garantía, su motivo y causa precisamente en la glorificación del cuerpo. Como espiritualización de la vida, la glorificación suprime en el cuerpo precisamente aquello por lo cual éste después de la resurrección pudiera verse expuesto nuevamente a la muerte, suprime su fragilidad y su corruptibilidad, a ella se debe en realidad que el cuerpo no pueda ya morir en adelante, que en sí mismo se eleve realmente por encima de la muerte, que sea verdaderamente inmortal, mientras que sin ella seguiría siendo siempre mortal, y no podría preservarse contra la muerte real sino mediante protección especial de Dios. Sin la glorificación la perduración sin fin de la vida corporal seguiría siendo siempre precaria, casual, no se fundaría en la disposición íntima de la misma, y así tampoco sería propiedad plena del cuerpo resucitado; y sin embargo ha de serlo para presentarse como resultado de un orden firmemente trabado.
Todo el misterio de la consumación del hombre según su naturaleza corporal, por lo tanto también la resurrección y la perduración del cuerpo se concentran en el misterio de su glorificación, por lo cual designamos de antemano también éstas simplemente como contenido propio, como fruto de la consumación sobrenatural del hombre. Precisamente la glorificación correspondiente al cuerpo por virtud de su incorporación a Cristo, el estar destinado a participar de la glorificación del alma, le asegura la vida eterna, así como la deificación del alma le garantiza a ésta una vida divino-eterna; y se la asegura con tal perfección que por un modo de ser sobrenatural se hace tan inmortal, como inmortal es el espíritu según su naturaleza. Sí hasta parece que hayamos de decir que el cuerpo, por ese modo de ser sobrenatural participa de la vida eterna en un sentido más alto que como le compete por naturaleza al espíritu creado. El cuerpo participa en este caso –aunque de un modo mediato, por el alma– de la eternidad de Dios; juntamente con el alma se ve elevado también por encima de esa mutabilidad, de ese curso del tiempo, a los cuales el espíritu creado, no obstante su ser inmortal, se ve sujeto; es introducido en un estado de inconmovilidad y de calma inmutables, como solamente Dios lo posee por naturaleza y como sólo él puede pretenderlo.
Mas para comprenderlo perfectamente, hemos de estudiar más de cerca la esencia y los efectos de la glorificación del cuerpo.
Este cometido tiene indudablemente grandes dificultades, tanto más cuanto que los teólogos se han dedicado relativamente poco a darles solución. Las dificultades estriban en la materia misma; siendo ésta de suyo tan elevada, tan misteriosa, su comprensión ha de tropezar con muchas obscuridades; y precisamente estas obscuridades son prueba, y no la última, de su elevación sobrenatural.

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[1] Jn 6, 35-40 51-58; cf. Jn 6, 39-40 44. ; Jn 12, 48– Cf. Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 20,2: La Eucaristía es “medicina de inmortalidad”– Representaciones sincretistas respecto de un manjar de vida que se verifican en el Cristianismo.
[2] Ef. 2, 5-6; Col 2, 12-13.
[3] Rm 8, 11
[4] San Ireneo de Lyon, Adversus haereses 1. 5
[5] San Cirilo de Alejandría, Commentarium in Iohannem, libro 10, cap. 2, libro 15, cap1
[6] La historia de las religiones nos suministra algunos datos que muestran cómo se cumple en Cristo un barrunto oscuro del linaje humano: “La idea de la resurrección…, para la cual no queda lugar alguno en los sistemas filosóficos de la antigüedad, surgió en la antigüedad pagana –de un modo puramente natural– de la analogía del retorno del sol, de la luna, de las estrellas y de la vegetación como representación ante todo de la resurrección del Dios muerto, con la cual se unió luego la esperanza de la resurrección de sus siervos, que habían entrado en relación con él mediante ritos misteriosos. Sin embargo cuán extraño sonaba en los tiempos apostólicos, a pesar de todos los mitos y misterios de la antigüedad, el anuncio de nuestra resurrección, lo demuestran 1 Co 15 y Hch 17, 18.32.

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