sábado, noviembre 22, 2014

¿Usted es oveja elegida o cabrito desechado?

 Mientras todavia está en la Tierra, tiene que decidir por el rumbo que le dará a su eternidad.
Una vez muerto no podrá cambiar su destino final.

Fundamento Biblico

Evangelio según san Mateo 25, 31-46

Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso.
 Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a su izquierda.
 Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: "Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver".
 Los justos le responderán: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber?
 ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos?
 ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?".
 Y el Rey les responderá: "Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo".
 Luego dirá a los de su izquierda: "Aléjense de mí, malditos; vayan al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles, porque tuve hambre, y ustedes no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber; estaba de paso, y no me alojaron; desnudo, y no me vistieron; enfermo y preso, y no me visitaron".
 Estos, a su vez, le preguntarán: "Señor, ¿cuando te vimos hambriento o sediento, de paso o desnudo, enfermo o preso, y no te hemos socorrido?".
 Y él les responderá: "Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo".
 Estos irán al castigo eterno, y los justos a la Vida eterna». 

Esta lectura está llena de binomios linguísticos:
ovejas-cabritos
derecha-izquierda
benditos-malditos
Vida Eterna-castigo eterno 

Tiene un parelismo con  Mateo 12, 30:

 "El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama".

miércoles, noviembre 05, 2014

Vacio de estar en el mundo moderno

 Dios tiene un plan donde nosotros damos todo de sí para El.
El vacio que no se llena de Dios no da Paz
Isaías 5, 1-7
El poema de la viña
 Voy a cantar en nombre de mi amigo el canto de mi amado a su viña. Mi amigo tenía una viña en una loma fértil.
 La cavó, la limpió de piedras y la plantó con cepas escogidas; edificó una torre en medio de ella y también excavó un lagar. El esperaba que diera uvas, pero dio frutos agrios.
 Y ahora, habitantes de Jerusalén y hombres de Judá, sean ustedes los jueces entre mi viña y yo.
 ¿Qué más se podía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho? Si esperaba que diera uvas, ¿por qué dio frutos agrios?
 Y ahora les haré conocer lo que haré con mi viña; Quitaré su valla, y será destruida, derribaré su cerco y será pisoteada.
 La convertiré en una ruina, y no será podada ni escardada. Crecerán los abrojos y los cardos, y mandaré a las nubes que no derramen, lluvia sobre ella.
 Porque la viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel, y los hombres de Judá son su plantación predilecta. ¡El esperó de ellos equidad. y hay efusión de sangre; esperó justicia, y hay gritos de angustia! 

      El vacio puede ser por no estar haciendo aquello para lo que fuimos creados y estar embuidos en lo que es el mundo:
 1 Juan 2, 15-17
 No amen al mundo ni las cosas mundanas. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él.
 Porque todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, codicia de los ojos y ostentación de riqueza. Todo esto no viene del Padre, sino del mundo; pero el mundo pasa, y con él, su concupiscencia. En cambio, el que cumple la voluntad de Dios permanece eternamente.

    Siempre nos podemos arrepentir y volver a Dios como el ladrón bueno.

 Evangelio según san Lucas 23, 39-47

39 Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
40 Pero el otro lo increpaba, diciéndole: «¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él?

41 Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo».
42 Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino».
43 El le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso».
44 Era alrededor del mediodía. El sol se eclipsó y la oscuridad cubrió toda la tierra hasta las tres de la tarde.
45 El velo del Templo se rasgó por el medio.
46 Jesús, con un grito, exclamó: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Y diciendo esto, expiró.
47 Cuando el centurión vio lo que había pasado, alabó a Dios, exclamando: «Realmente este hombre era un justo».

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jueves, julio 31, 2014

TEXTO COMPLETO: Catequesis del Papa Francisco sobre María


Papa Francisco. Foto: ACI Prensa
VATICANO, 12 Oct. 13 / 11:43 am (ACI).- Queridos hermanos y hermanas

Estamos aquí, en este encuentro del Año de la fe dedicado a María, Madre de Cristo y de la Iglesia, Madre nuestra. Su imagen, traída desde Fátima, nos ayuda a sentir su presencia entre nosotros. María siempre nos lleva a Jesús.Es una mujer de fe, una verdadera creyente. ¿Cómo es la fe de María?

1. El primer elemento de su fe es éste: La fe de María desata el nudo del pecado. ¿Qué significa esto? Los Padres conciliares han tomado una expresión de san Ireneo que dice así: “El nudo de la desobediencia de Eva lo desató la obediencia de María. Lo que ató la virgen Eva por su falta de fe, lo desató la Virgen María por su fe”.

El “nudo” de la desobediencia, el «nudo» de la incredulidad. Cuando un niño desobedece a su madre o a su padre, podríamos decir que se forma un pequeño “nudo”.

Esto sucede si el niño actúa dándose cuenta de lo que hace, especialmente si hay de por medio una mentira; en ese momento no se fía de la mamá o del papá. ¡Cuántas veces pasa esto! Entonces, la relación con los padres necesita ser limpiada de esta falta y, de hecho, se pide perdón para que haya de nuevo armonía y confianza.

Algo parecido ocurre en nuestras relaciones con Dios. Cuando no lo escuchamos, no seguimos su voluntad, cometemos actos concretos en los que mostramos falta de confianza en él – y esto es pecado –, se forma como un nudo en nuestra interioridad.

Estos nudos nos quitan la paz y la serenidad. Son peligrosos, porque varios nudos pueden convertirse en una madeja, que siempre es más doloroso y más difícil de deshacer.

Pero para la misericordia de Dios nada es imposible. Hasta los nudos más enredados se deshacen con su gracia. Y María, que con su “sí” ha abierto la puerta a Dios para deshacer el nudo de la antigua desobediencia, es la madre que con paciencia y ternura nos lleva a Dios, para que él desate los nudos de nuestra alma con su misericordia de Padre.

Podríamos preguntarnos: ¿Cuáles son los nudos que hay en mi vida? ¿Pido a María que me ayude a tener confianza en la misericordia de Dios para cambiar?

2. Segundo elemento: la de fe de María da carne humana a Jesús. Dice el Concilio: “Por su fe y obediencia engendró en la tierra al Hijo mismo del Padre, ciertamente sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo”.

Este es un punto sobre el que los Padres de la Iglesia han insistido mucho: María ha concebido a Jesús en la fe, y después en la carne, cuando ha dicho «sí» al anuncio que Dios le ha dirigido mediante el ángel.

¿Qué quiere decir esto? Que Dios no ha querido hacerse hombre ignorando nuestra libertad, ha querido pasar a través del libre consentimiento de María, de su “sí”.

Pero lo que ha ocurrido en la Virgen Madre de manera única, también nos sucede a nosotros a nivel espiritual cuando acogemos la Palabra de Dios con corazón bueno y sincero y la ponemos en práctica. Es como si Dios adquiriera carne en nosotros. Él viene a habitar en nosotros, porque toma morada en aquellos que le aman y cumplen su Palabra.

Preguntémonos: ¿Somos conscientes de esto? ¿O tal vez pensamos que la encarnación de Jesús es sólo algo del pasado, que no nos concierne personalmente? Creer en Jesús significa ofrecerle nuestra carne, con la humildad y el valor de María, para que él pueda seguir habitando en medio de los hombres; significa ofrecerle nuestras manos para acariciar a los pequeños y a los pobres; nuestros pies para salir al encuentro de los hermanos; nuestros brazos para sostener a quien es débil y para trabajar en la viña del Señor; nuestra mente para pensar y hacer proyectos a la luz del Evangelio; y, sobre todo, nuestro corazón para amar y tomar decisiones según la voluntad de Dios. Todo esto acontece gracias a la acción del Espíritu Santo. Dejémonos guiar por él.

3. El último elemento es la fe de María como camino: El Concilio afirma que María “avanzó en la peregrinación de la fe”. Por eso ella nos precede en esta peregrinación, nos acompaña y nos sostiene.

¿En qué sentido la fe de María ha sido un camino? En el sentido de que toda su vida fue un seguir a su Hijo: él es la vía, él es el camino.

Progresar en la fe, avanzar en esta peregrinación espiritual que es la fe, no es sino seguir a Jesús; escucharlo y dejarse guiar por sus palabras; ver cómo se comporta él y poner nuestros pies en sus huellas, tener sus mismos sentimientos y actitudes: humildad, misericordia, cercanía, pero también un firme rechazo de la hipocresía, de la doblez, de la idolatría.

La vía de Jesús es la del amor fiel hasta el final, hasta el sacrificio de la vida; es la vía de la cruz. Por eso, el camino de la fe pasa a través de la cruz, y María lo entendió desde el principio, cuando Herodes quiso matar a Jesús recién nacido.

Pero después, esta cruz se hizo más pesada, cuando Jesús fue rechazado: la fe de María afrontó entonces la incomprensión y el desprecio; y cuando llegó la «hora» de Jesús, la hora de la pasión: la fe de María fue entonces la lamparilla encendida en la noche. María veló durante la noche del sábado santo.

Su llama, pequeña pero clara, estuvo encendida hasta el alba de la Resurrección; y cuando le llegó la noticia de que el sepulcro estaba vacío, su corazón quedó henchido de la alegría de la fe, la fe cristiana en la muerte y resurrección de Jesucristo.

Este es el punto culminante del camino de la fe de María y de toda la Iglesia. ¿Cómo es nuestra fe? ¿La tenemos encendida como María también en los momentos difíciles, de oscuridad? ¿Tengo la alegría de la fe?

jueves, julio 17, 2014

¿Qué es el Cielo?

  • Catequesis de Juan Pablo II sobre:
    • El Cielo

El «cielo» como plenitud de intimidad con Dios





































1 . Cuando haya pasado la figura de este mundo, los que hayan acogido a Dios en su vida y se hayan abierto sinceramente a su amor, por lo menos en el momento de la muerte, podrán gozar de la plenitud de comunión con Dios, que constituye la meta de la existencia humana. sinceramente a su amor, por lo menos en el momento de la muerte, podrán gozar de la plenitud de comunión con Dios, que constituye la meta de la existencia humana. Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, "esta vida perfecta con la santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama 'el cielo'. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones mas profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha"(n. 1024).
Hoy queremos tratar de comprender el sentido bíblico del «cielo», para poder entender mejor la realidad a la que remite esa expresión.
2. En el lenguaje bíblico el «cielo», cuando va unido a la «tierra», indica una parte del universo. A propósito de la creación, la Escritura dice: «En un principio creo Dios el cielo y la tierra» (Gn 1, 1).
En sentido metafórico, el cielo se entiende como morada de Dios, que en eso se distingue de los hombres (cf. Sal, 104, 2 s; 115, 16; Is 66, l). Dios, desde lo alto del cielo, ve y juzga (cf. Sal 113, 4-9) y baja cuando se le invoca (cf. Sal 18, 7. 10; 144, 5). Sin embargo, la metáfora bíblica da a entender que Dios ni se identifica con el cielo ni puede ser encerrado en el cielo (cf. 1R 8, 27); y eso es verdad, a pesar de que en algunos pasajes del primer libro de los Macabeos «el cielo» es simplemente un nombre de Dios (cf. 1M 3, 18. 19. 50. 60; 4, 24. 55).
A la representación del cielo como morada trascendente del Dios vivo, se añade la de lugar al que también los creyentes pueden, por gracia, subir, como muestran en el Antiguo Testamento las historias de Enoc (cf. Gn 5, 24) y Elías (cf. 2R 2, 11). Así, el cielo resulta figura de la vida en Dios. En este sentido, Jesús habla de «recompensa en los cielos» (Mt 5, 12) y exhorta a «amontonar tesoros en el cielo» (Mt 6, 20; cf. 19, 21).
3. El Nuevo Testamento profundiza la idea del cielo también en relación con el misterio de Cristo. Para indicar qué el sacrificio del Redentor asume valor perfecto y definitivo, la carta a los Hebreos afirma que Jesús «penetró los cielos» (Hb 4, 14) y «no penetró en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo» (Hb 9, 24). Luego, los creyentes, en cuanto amados de modo especial por el Padre, son resucitados con Cristo y hechos ciudadanos del cielo.
Vale la pena escuchar lo que a este respecto nos dice el apóstol Pablo en un texto de gran intensidad: «Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo —por gracia habéis sido salvados— y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2, 4-7). Las criaturas experimentan la paternidad de Dios, rico en misericordia, a través del amor del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, el cual, como Señor, está sentado en los cielos a la derecha del Padre.
4. Así pues, la participación en la completa intimidad con el Padre, después del recorrido de nuestra vida terrena, pasa por la inserción en el misterio pascual de Cristo. San Pablo subraya con una imagen espacial muy intensa este caminar nuestro hacia Cristo en los cielos al final de los tiempos: «Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos (los muertos resucitados), al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolados, pues, mutuamente con estas palabras» (1Ts 4, 17-18).
En el marco de la Revelación sabemos que el «cielo» o la «bienaventuranza» en la que nos encontraremos no es una abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del Espíritu Santo.
Es preciso mantener siempre cierta sobriedad al describir estas realidades últimas, ya que su representación resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra reflejar de una forma menos impropia la situación de felicidad y paz en que nos situará la comunión definitiva con Dios.
El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza la enseñanza eclesial sobre esta verdad afirmando que, «por su muerte y su resurrección, Jesucristo nos ha abierto» el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, que asocia a su glorificación celestial a quienes han creído en él y han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a él» (n. 1026).
5. Con todo, esta situación final se puede anticipar de alguna manera hoy, ,tanto en la vida sacramental, cuyo centro es la Eucaristía, como en el don de sí mismo mediante la caridad fraterna. Si sabemos gozar ordenadamente de los bienes que el Señor nos regala cada día, experimentaremos ya la alegría y la paz de que un día gozaremos plenamente. Sabemos que en esta fase terrena todo tiene límite; sin embargo, el pensamiento de las realidades últimas nos ayuda a vivir bien las realidades penúltimas. Somos conscientes de que mientras caminamos en este mundo estamos llamados a buscar «las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3, 1), para estar con él en el cumplimiento escatológico, cuando en el Espíritu él reconcilie totalmente con el Padre «lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1, 20).
Catequesis del Papa sobre el Cielo
Miércoles 21 de julio

jueves, junio 26, 2014

Los modos de oración y la evolución en la vida de oración.

           ¿Quién no ha tenido problemas con seguir una vida de oración? Todos nos hemos trabado en algún momento. ¿Te han guiado en la oración? Nuestros padres no han sabido hacerlo, algunas oraciones preestablecidas aprendidas de niño y nada más.

           Te propongo un recorrido que tendrás que leerlo, sino no lo recorrerás.

           La vida de oración crece en proporción a la dócil unión con Dios que tengamos y contribuye al crecimiento de ésta unión. La vida espiritual es una realidad eminentemente personal, por lo que personal es también su itinerario. Tenemos una sed grande de Dios, en el encuentro con El en la oración, bebemos rios de agua viva. Cada fiel responde al don de Dios según su estilo individual. Dios puede elegir caminos distintos para la oración de cada cual, y nosotros, en libertad, podemos responder en diversos modos.
El primer escalón en la vida de oración es la oración vocal .
1. La oración vocal
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que la oración vocal es la primera expresión principal de la vida de oración, y además, un elemento indispensable de la vida cristiana, añadiendo a continuación:
«A los discípulos, atraídos por la oración silenciosa de su Maestro, Él les enseña una oración vocal: el “Padre Nuestro”. Jesús no solamente ha rezado las oraciones litúrgicas de la sinagoga; los Evangelios nos lo presentan elevando la voz para expresar su oración personal, desde la bendición exultante del Padre (cf Mt 11, 25-26) hasta la agonía de Getsemaní (cf Mc 14, 36)»
Por oración vocal se entiende una oración que se expresa por medio de palabras proferidas exteriormente, bien sirviéndose de una forma preestablecida, bien improvisando estas palabras. La necesidad de orar vocalmente es explicada así por el Catecismo de la Iglesia Católica:
«Esta necesidad de asociar los sentidos a la oración interior responde a una exigencia de nuestra naturaleza humana. Somos cuerpo y espíritu y experimentamos la necesidad de traducir exteriormente nuestros sentimientos. Es necesario rezar con todo nuestro ser para dar a nuestra súplica todo el poder posible»
En la oración vocal debemos dirigirnos a Dios de manera simple y confiada, porque a esta oración se refiere la advertencia del Señor: «Al orar no empleéis muchas palabras como los gentiles, que piensan que por su locuacidad van a ser escuchados. Así pues, no seáis como ellos, porque bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis» (Mt 6, 7-8). Debemos, por lo tanto, limitarnos a lo esencial, a manifestar con sencillez nuestra fe, nuestra esperanza, nuestra caridad, nuestro arrepentimiento, etc. 
Ejemplos de oraciones vocales. Algunas oraciones vocales provienen directamente de Dios y se encuentran en la Revelación. Los Salmos, por ejemplo, han sido inspirados por el Espíritu Santo para ser una escuela de oración. Lo mismo se puede afirmar de las grandes oraciones contenidas en los Evangelios: la salutación angélica que se recoge en la primera parte del Ave María, el Magnificat (Lc 1, 46-55), el Benedictus (Lc 1, 68-79), el Nunc dimittis (Lc 2, 29-32). En las cartas de San Pablo se pueden encontrar muchas oraciones que resultan muy útiles para nuestra vida.
A otro nivel, aunque en íntima conexión con la oración bíblica, se encuentran las oraciones que la Iglesia ha incluido en su liturgia. Muchas de ellas provienen de la Iglesia primitiva, como el Gloria de la Santa Misa, o el himno Veni Creator de la Solemnidad de Pentecostés, y es muy recomendable usarlas también en nuestra oración individual.
A quién se dirige la oración vocal. Se pueden distinguir las oraciones según a quien se dirigen: a la Trinidad, a Cristo, a María, a los santos y a los ángeles. De todas maneras, en el fondo, todas se dirigen a Dios, porque también cuando se dirigen a María, a los santos y a los ángeles, es para pedir su intercesión ante Dios.
  2. La oración mental
A lo largo de la historia de la espiritualidad han habido algunos intentos de tipificar el progreso espiritual en base a distintos grados del desarrollo de la vida de oración. Uno de ellos es el Guido II el Cartujo († 1188), quien «ha redactado el primer tratado sobre la oración mental, si es que se puede llamar así un opúsculo de quince páginas, compuesto hacia el 1145, la Scala Claustralium». En éste se habla de cuatro grados de la vida de oración: Lectio, meditatio, oratio y contemplatio:

«Un día, durante el trabajo manual, mientras yo pensaba en los ejercicios del hombre espiritual, he aquí que percibí repentinamente cuatro grados: la lectio, la meditatio, la oratio y la contemplatio (...). La lectio es la aplicación del espíritu a las Sagradas Escrituras. La meditatio es la investigación cuidadosa de una verdad escondida, con la ayuda de la razón. La oratio es la devota aplicación del corazón hacia Dios para ahuyentar el mal y obtener el bien. La contemplatio es la elevación a Dios del alma que es arrebatada por el paladeo de los goces eternos (...). La inefable dulzura de la vida bienaventurada, la lectio la busca, la meditatio la encuentra, la oratio la pide, la contemplatio la saborea. Es la  palabra misma del Señor: “Buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7, 7). Buscad leyendo y encontraréis meditando; llamad rogando y entraréis contemplando. La lectio lleva el alimento a la boca, la meditatio lo mastica y lo macera, la oratio le saca el sabor y la contemplatio es este sabor mismo, que da gozo y rehace».
Aunque el itinerario de la vida de oración no se puede tipificar en una manera rígida, como veremos más adelante, sin embargo usaremos parte de este esquema de Guido II el Cartujo como una guía para explicar las diversas formas que adopta la oración cristiana, además de la vocal, que acabamos de estudiar.
A. La lectio divina
La lectio divina debe considerarse como una iniciación a la oración mental. En ella, «la Palabra de Dios es leída y meditada para convertirse en oración». Es difícil encontrar en nuestro lenguaje un término que describa exactamente el contenido de la expresión lectio divina, tan usada en la literatura patrística. Ciertamente, no basta hablar de «lectura»: este término indica generalmente algo superficial y demasiado poco comprometido. No parece mejor la palabra «estudio» sólo porque indica una actividad más comprometida: el estudio se coloca en el plano despegado de la investigación, mientras que la lectio se desenvuelve en un clima de oración. Un estudioso, normalmente, se esfuerza por prescindir de sus emociones personales; en cambio, el hombre espiritual se acerca a la Biblia como los santos: con la boca y el corazón abiertos. Parece muy adecuada la concisa definición de Leclercq: «La lectio divina es una lectura orante». Bouyer ha intentado una descripción más detallada: «Es una lectura personal de la Palabra de Dios, durante la cual uno se esfuerza por asimilar la sustancia; una lectura en la fe, con espíritu de oración, creyendo en la presencia actual de Dios, que nos habla en el texto sagrado».
B. La meditación
La palabra «meditación» proviene de los términos latinos «meditari-meditatio»: ejercicio o esfuerzo intelectual. Por lo tanto, la meditación cristiana es el ejercicio práctico, el aprendizaje, el esfuerzo por asimilar e interiorizar la Palabra de Dios.
La meditación de la Palabra de Dios ha sido llamada por algunos Padres de la Iglesia «ruminatio, masticatio». Por ejemplo, San Agustín decía en una predicación: «Comes pan corporal por un tiempo, y lo dejas; aquel pan de la palabra lo comes durante el día y la noche. Cuando oyes o lees, comes; cuando piensas en ella, rumias (quando inde cogitas, ruminas)(…). Quien traga para que en él no aparezca lo que devoró, olvidó lo que oyó. Quien no se olvidó, piensa, y pensando rumia, y rumiando se deleita 
La meditación es una oración reflexiva o discursiva, que busca superar la diversidad y la dispersión de las distintas actividades espirituales para concentrarse en algunas de ellas, simples y profundas. El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que la meditación «es, sobre todo, una búsqueda. El espíritu trata de comprender el porqué y el cómo de la vida cristiana para adherirse y responder a lo que el Señor pide. Hace falta una atención difícil de encauzar»
Esta oración está particularmente vinculada a la verdad, porque busca comprender mejor las verdades de la Revelación divina. Su objeto propio es lo que proviene de la Palabra de Dios que nos interpela. En consecuencia, el contenido de la meditación debe provenir esencialmente de la Sagrada Escritura, y, sobre todo, de la persona y la vida de Cristo. Sus palabras: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6) expresan perfectamente cuál debe ser el objeto de la meditación: el camino que nos ha sido revelado, que va del Padre a nosotros y de nosotros al Padre; la vida de la que participamos en Cristo. Precisamente por esto, el libro de meditación por excelencia es la Sagrada Escritura. 
La profundización en las verdades divinas mediante la meditación no es un mero ejercicio intelectual. En ese caso la meditación sería equivalente a la reflexión teológica. En cambio, en la meditación es toda la persona, con todas sus potencias, y sus sentimientos, su corazón, la que busca establecer con Cristo una relación de amistad, hasta obtener la unión con Él. De este modo, el pensamiento se transforma en oración: «La meditación hace intervenir al pensamiento, la imaginación, la emoción y el deseo. Esta movilización es necesaria para profundizar en las convicciones de fe, suscitar la conversión del corazón y fortalecer la voluntad de seguir a Cristo (…). Esta forma de reflexión orante es de gran valor, pero la oración cristiana debe ir más lejos: hacia el conocimiento del amor del Señor Jesús, a la unión con Él» Catesismo de la Iglesia Católica 2708.
La meditación no es una forma de estudio, sino una de las expresiones principales de la vida de oración y, en consecuencia, busca, no tanto el conocer los hechos y su mutua conexión, cuanto asimilar e interiorizar las verdades divinas que solamente pueden ser comunicadas en la Revelación y, por lo tanto, asumidas por nosotros a la luz de la fe. El fin de la meditación es el de hacernos pasar de la fe, como aceptación de la Revelación en cuanto principio y fundamento de nuestra existencia, a la «vida de fe», a la apropiación personal de la fe, es decir, al hecho que el contenido de la fe se convierta también en el contenido de nuestra vida concreta: «Meditar lo que se lee conduce a apropiárselo confrontándolo consigo mismo. Aquí, se abre otro libro: el de la vida. Se pasa de los pensamientos a la realidad. Según sean la humildad y la fe, se descubren los movimientos que agitan el corazón y se les puede discernir. Se trata de hacer la verdad para llegar a la Luz: “Señor, ¿qué quieres que haga?”» Catesismo de la Iglesia Católica 2706.

3. La oración contemplativa
No resulta fácil hablar de la oración contemplativa, porque se trata de una experiencia muy profunda y personal. Para su estudio seguiremos las enseñanzas del Catecismo de la Iglesia Católica sobre ella, que comienzan así:
«La oración contemplativa es la expresión más sencilla del misterio de la oración. Es un don, una gracia; no puede ser acogida más que en la humildad y en la pobreza. La oración contemplativa es una relación de alianza establecida por Dios en el fondo de nuestro ser (cf Jr 31, 33)»Catesismo de la Iglesia Católica 2713.
A. La contemplación es un don de Dios
Antes que nada, hay que decir que la contemplación se inserta en un tipo de conocimiento denominado por los filósofos «conocimiento por connaturalidad», como es, por ejemplo, la amistad, que no se trata de un conocimiento discursivo, meramente abstracto, sino de un conocimiento de tipo intuitivo, en el que hay una influencia dominante de la dimensión afectiva de la persona, por lo que es también denominado «conocimiento afectivo». En este conocimiento, pues, el amor juega un papel determinante: «En efecto, el amor constituye el medio de conocimiento y lo transforma: lleva a mirar al amigo con los ojos del corazón, porque es amado»[Card. P. P. Philippe, La vita di preghiera. Saggio di teologia spirituale, p. 225.].
La connaturalidad es una tendencia afectiva derivada de la propia naturaleza de los seres, ya que toda realidad creada tiende instintivamente hacia el propio fin, que reviste para ella el carácter de bien (los animales tienden instintivamente hacia lo que permite su supervivencia: volar, nidificar, nadar, cazar, mimetizarse, etc). En el ámbito de la moralidad humana se produce algo semejante, porque toda persona virtuosa tiende como por instinto hacia la virtud. De este modo, quien posee sólidamente una virtud determinada, se siente atraído instintivamente hacia el «justo medio» en el que reside el acto de esta virtud. En efecto, esta persona conoce dónde está este «justo medio», no en base a un razonamiento explícito y fatigoso, sino por una especie de instinto espontáneo, por una tendencia connatural de su capacidad afectiva, porque busca y ama dicha virtud.
No se puede negar que el conocimiento por connaturalidad es un verdadero conocimiento, porque es un hecho de experiencia. Un ejemplo muy común es el conocimiento que una madre tiene de sus hijos: puede adivinar y conocer verdaderamente sus sentimientos más profundos mejor que cualquier psicólogo, por medio de un juicio intuitivo, fruto de la connaturalidad existente entre dos seres a los que une una profunda afinidad afectiva.
El conocimiento por connaturalidad se puede explicar en base a la profunda unidad de la persona humana, en cuanto que sus facultades espirituales están enraizadas en un solo principio vital y operativo: el alma. En la vida real y concreta, la afectividad orienta nuestros conocimientos en el sentido de nuestros amores.
Este tipo de conocimiento alcanza su nivel más profundo en el ámbito de la vida espiritual, en el conocimiento contemplativo de Dios. En efecto, el fiel ha sido connaturalizado con Dios por medio de la gracia, que hace al alma deiforme, divinizándola por participación. La caridad, por su parte, proporciona la unión afectiva que requiere el conocimiento por connaturalidad.
En la oración contemplativa, la fe proporciona el objeto, porque establece formalmente el contacto con la Verdad primera, sin que ello implique la visión directa e inmediata de Dios. Por así decir, la fe ofrece la materia de la contemplación: Dios y las realidades divinas. La caridad concurre, no estableciendo el contacto formal con el objeto, sino como disposición próxima que aplica el objeto al sujeto; en efecto, por medio de la caridad el objeto de la fe aparece ante el sujeto como Bien presente. Así pues, la caridad concurre en la contemplación de manera dispositiva, pero necesaria, ya que es indispensable que la fe sea informada por la caridad. Por consiguiente, en la producción de la contemplación actúan siempre conjuntamente la fe y la caridad, según la modalidad propia de cada una: la fe presenta el contenido de la Revelación, mientras que la caridad modifica la estructura del objeto presentado por la fe, impregnándolo de afecto, para alcanzar el Bien supremo que atrae poderosamente hacia sí toda la capacidad de amar de la persona humana. Dicho de otro modo, con la ayuda de la caridad, el objeto de la contemplación trasciende la fórmula dogmática, hasta llegar a alcanzar la realidad misma que se esconde bajo ésta, una realidad viva: Dios y los misterios divinos.
Sin embargo, todo ello no basta para que se dé la oración contemplativa, porque es necesaria también la intervención de los dones del Espíritu Santo, que actúan ofreciendo el modo sobrehumano de producirse la contemplación. La fe da la materia de la contemplación, los dones le dan la forma. Sin embargo, la forma no puede existir sin la materia, por lo que los dones dependen de la fe, que está siempre presente durante la actuación de éstos en la contemplación. De este modo, la oración contemplativa procede de la fe viva como su principio radical, y de los dones del Espíritu Santo como su principio próximo. Veamos ahora de qué manera concurre cada uno de los dones del Espíritu Santo en la oración contemplativa:
a) El don de entendimiento da la formalidad del conocimiento contemplativo: el objeto contemplado se hace presente en razón de objeto conocido.
b) El don de ciencia se relaciona con el objeto secundario de la contemplación: las cosas creadas, que al ser contempladas pueden elevar al cristiano hasta el objeto primario de la contemplación: Dios.
c) El don de sabiduría hace que la contemplación sea una sapientia, una sapida scientia o ciencia sabrosa, es decir, una experiencia donde Dios y las realidades divinas son conocidas, no de modo abstracto o discursivo, sino de modo afectivo o intuitivo, o sea, saboreadas o paladeadas, lo cual produce en el contemplativo una certeza subjetiva, experiencial, y por tanto inefable.
De acuerdo con las explicaciones anteriores, podríamos decir que el conocimiento contemplativo de Dios, que se adquiere en la oración contemplativa, es un simple juicio intuitivo acerca de Dios y de las realidades divinas, procedente de la fe vivificada por la caridad e ilustrada mediante los dones de entendimiento, ciencia y sabiduría.
Pienso que es éste el sentido preciso de la enseñanza del Catecismo de la Iglesia Católica, cuando afirma que la oración contemplativa es un don de Dios.
B. La contemplación es una mirada silenciosa de fe y de amor
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que la contemplación es una mirada de fe:
«La oración contemplativa es mirada de fe, fijada en Jesús. Yo le miro y él me mira, decía en tiempos de su santo cura, un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario. Esta atención a Él es renuncia a mí. Su mirada purifica el corazón. La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los hombres»[ Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2715.].
En la oración contemplativa estamos ante el ser amado y lo miramos; en esta oración no hay un discurso, sino una mirada silenciosa: se está en silencio en la presencia de Dios, porque su presencia lo dice todo, como enseña además el Catecismo de la Iglesia Católica:
«La oración contemplativa es silencio (…) o “amor silencioso” (S. Juan de la Cruz). Las palabras en la oración contemplativa no son discursos, sino ramillas que alimentan el fuego del amor. En este silencio, insoportable para el hombre “exterior”, el Padre nos da a conocer a su Verbo encarnado, sufriente, muerto y resucitado, y el Espíritu filial nos hace partícipes de la oración de Jesús»[Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2717].
La contemplación es silencio o, todo lo más, en ella las palabras son breves y escasas, como las palabras y las miradas de dos enamorados, en las que se expresa la realidad de estar juntos, presentes el uno para la otra. Las palabras llevan al conocimiento y al amor, pero cuando el conocimiento y el amor son muy profundos, las palabras ya no resultan útiles.

El término «contemplar» encierra, pues, tres significados: a) Se trata de mirar, pero de un mirar con atención, con interés, que involucra la dimensión afectiva de la persona; b) dicho interés procede del valor o calidad que posee la realidad contemplada; c) finalmente, este mirar comporta un presencia, una inmediatez de dicha realidad.
Del significado original provienen algunos sentidos derivados del término, verificables en la cultura actual, como son los siguientes:
1) Contemplación estética o artística, donde se contempla una realidad por su valor estético o artístico, por ejemplo, una bella puesta de sol o una obra maestra de arte.
2) Contemplación filosófica o intelectual, en la que el objeto que se contempla es la verdad. 
3) Contemplación religiosa o sobrenatural, donde se contempla a Dios. En la oración contemplativa, el creyente está frente a Dios y percibe las realidades divinas en la cumbre de su vida de oración. Por ello, en este contexto, hablar de contemplación quiere decir hablar de todo el vivir cristiano, ya que se trata de la experiencia de Dios a la que se llega cuando se alcanza un desarrollo notable de la vida espiritual.
Por otra parte, la oración contemplativa no es sólo una mirada de fe, sino también de amor, como muestra San Francisco de Sales en esta definición de contemplación: «La contemplación es una amorosa, simple y permanente atención del espíritu a las cosas divinas»[S. Francisco de Sales Tratado del amor de Dios, 6, 3, en Obras Selectas de San Francisco de Sales, 2, «B.A.C., 127», Madrid 1954, p. 236]. En la oración contemplativa, de hecho, actúan al unísono la fe y el amor, para producir un acto único y simplísimo, como enseña el «Doctor místico»:
«La contemplación es ciencia de amor, la cual es noticia infusa de Dios amorosa, que juntamente va ilustrando y enamorando el alma, hasta subirla de grado en grado hasta Dios, su Criador, porque sólo el amor es el que une y junta al alma con Dios»[S. Juan de la Cruz, Noche oscura, lib. 2, 18, 5 (Obras, p. 527)].
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que la oración contemplativa es consecuencia del amor que el Espíritu Santo infunde en el corazón:
«La oración contemplativa es la oración del hijo de Dios, del pecador perdonado que consiente en acoger el amor con el que es amado y que quiere responder a él amando más todavía (cf Lc 7, 36-50; 19, 1-10). Pero sabe que su amor, a su vez, es el que el Espíritu derrama en su corazón, porque todo es gracia por parte de Dios. La oración contemplativa es la entrega humilde y pobre a la voluntad amorosa del Padre, en unión cada vez más profunda con su Hijo amado»[Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2712.].
El origen de la oración contemplativa es siempre la iniciativa de Dios, que nos hace un nuevo regalo de su amor, y a este don el alma debe corresponder libremente. Pero es posible rechazar tal don. Sin la correspondencia de la persona nunca se llega a la contemplación. Nuestra libertad es importantísima en la oración contemplativa. Mientras en el amor humano los dos enamorados están en el mismo plano e intercambian su amor en modo totalmente recíproco, entre Dios y el hombre, Dios es la fuente y el hombre responde al don que recibe en virtud del Espíritu mismo que le es donado.
C. La contemplación es escucha
La oración contemplativa es también escucha:
«La contemplación es escucha de la palabra de Dios. Lejos de ser pasiva, esta escucha es la obediencia de la fe, acogida incondicional del siervo y adhesión amorosa del hijo. Participa en el “sí” del Hijo hecho siervo y en el “fiat” de su humilde esclava»[Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2716.].
El Catecismo de la Iglesia Católica usa el término escucha para señalar el carácter infuso de la oración contemplativa. En épocas anteriores, muchos autores espirituales decían que la contemplación infusa es también «pasiva», pero pienso que el Catecismo de la Iglesia Católica no ha querido emplear dicho término, para evitar quizá el peligro de confundir pasividad con inactividad, como el caso del error de los quietistas. Sin embargo, se puede comprender de manera correcta la existencia de una pasividad no inactiva en la oración contemplativa, porque en ésta, bajo apariencia de inactividad, el alma está realmente activa ya que no puede existir una actividad mayor del espíritu que el amor.
San Juan de la Cruz enseña que en el creyente, la acogida del don de la contemplación comporta una actitud pasiva: «Dios en este estado es el agente y el alma es la paciente; porque ella sólo se ha sólo como el que recibe y como en quien se hace, y Dios como el que da y como el que en ella hace, dándole los bienes espirituales en la contemplación, que es noticia y amor divino junto, esto es, noticia amorosa, sin que el alma use de sus actos y discursos naturales, porque que ahora no puede dedicarse como en el pasado»[S. Juan de la Cruz, Llama viva de amor viva B, Canción 3, 32 (Obras, p. 824).].
El «Doctor místico» denomina este comportamiento advertencia amorosa: «El alma también se ha de andar sólo con advertencia amorosa a Dios, sin especificar actos, habiéndose, como hemos dicho, pasivamente, sin hacer de suyo diligencias, con la advertencia amorosa simple y sencilla, como quien abre los ojos con advertencia de amor»[S. Juan de la Cruz, Llama viva de amor viva B, Canción 3, 33 (Obras, p. 824-825).].
Pero tal actitud no es mera inactividad, sino, «actividad pasiva» o «pasividad activa», que facilita la aceptación del don de la contemplación. 
En definitiva, en la oración contemplativa se verifica una pasividad humana por el hecho de ser una recepción activa del don divino de la contemplación. Esta pasividad no significa ausencia de las operaciones del alma, sino que la iniciativa es de Dios y que nuestro asentimiento es fundamental para acoger tal don. Por ello, en la oración contemplativa, la pasividad es la forma bajo la que la actividad divina penetra en el alma involucrándola en sí, llevando la actividad más íntima del alma a su más puro y elevado ejercicio, señalado por el Catecismo de la Iglesia Católica, en el último número citado, como «acogida incondicional del siervo y adhesión amorosa del hijo».
D. La contemplación es unión profunda con la Santísima Trinidad
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña:
«La oración contemplativa (…) es comunión: en ella, la Santísima Trinidad conforma al hombre, imagen de Dios, “a su semejanza”»[Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2713].
Esta comunión se obtiene por medio de una unión cada vez más profunda con el Hijo:
«La contemplación es la entrega humilde y pobre a la voluntad amorosa del Padre, en unión cada vez más profunda con su Hijo amado»[Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2712].
En la oración contemplativa se refuerza la presencia de Cristo en los corazones de los cristianos:
«La contemplación es también el tiempo fuerte por excelencia de la oración. En ella, el Padre nos concede “que seamos vigorosamente fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior, que Cristo habite por la fe en nuestros corazones y que quedemos arraigados y cimentados en el amor” (Ef 3, 16-17)»[Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2714].
Vemos, por tanto, que en la oración contemplativa se alcanza una profunda unión con Cristo –y en Cristo, con la Santísima Trinidad– que en el lenguaje de la Teología Espiritual es llamada «unión mística». De ella habla también el Catecismo de la Iglesia Católica:
«El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama “mística”, porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos –“los santos misterios”– y, en Él, en el misterio de la Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con Él, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos»[Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2014].
Como se puede observar, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña que todos los cristianos son llamados a esta unión, mientras que las gracias especiales y dones extraordinarios son sólo para algunos. Pero la presencia de estas gracias y dones no significa una santidad mayor respecto a la de los que no los han recibido, sino más bien tienen el objetivo de manifestar visiblemente en algunos el don de unión hecho a todos. No se  puede confundir la unión mística, a la que se llega en el vértice de la vida de oración, con los fenómenos místicos extraordinarios que Dios concede sólo a algunos.
El término «místico» proviene de «misterio», en el triple aspecto de oscuro, profundo y rico. La contemplación encierra en sí, tanto un rasgo de oscuridad como de enriquecimiento en el conocimiento de Cristo. En ella se da la paradoja mística de comprender sin comprender. Cuanto más se penetra en el misterio de Dios, más lo conocemos y más nos vemos ciegos, como cuando al mirar directamente al sol, nuestros ojos se ciegan. Dios está siempre más allá de nosotros. Esta paradoja no se verifica en la oración vocal ni en la meditación. En cambio, en la oración contemplativa, es Cristo quien nos hace partícipes en su misterio:
«La contemplación es unión con la oración de Cristo en la medida en que ella nos hace participar en su misterio. El misterio de Cristo es celebrado por la Iglesia en la Eucaristía; y el Espíritu Santo lo hace vivir en la contemplación para que sea manifestado por medio de la caridad en acto»[Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2718].
La contemplación es un don infundido por Dios que requiere empeño espiritual y momentos de prueba. Pero por ella se llega a la alegría de la unión mística con Cristo y la Santísima Trinidad, que, como ya sabemos, es para todos los cristianos. La unión mística es el objetivo y la cumbre de la vida de oración en todos los posibles itinerarios de ésta. La unión mística es ser poseídos por el Amor divino. Se trata de la experiencia viva de las palabras de Jesús: «El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama. Y el que me ama será amado por mi Padre, y yo le amaré y yo mismo me manifestaré a él» (Jn 14, 21). Este pasaje del Evangelio ha sido comentado por muchos místicos y maestros espirituales: por ejemplo, por Santa Teresa de Jesús en las Moradas del Castillo interior (séptima morada), por San Juan de la Cruz en la última estrofa del Cántico espiritual, por San Josemaría Escrivá de Balaguer en su homilía Hacia la santidad, y también por Juan Pablo II, en el siguiente texto: «La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente (…), muestra cómo la oración puede progresar, como un verdadero y propio diálogo de amor, hasta que la persona humana llega a ser totalmente poseída por el Amado divino, vibrante al toque del Espíritu, filialmente abandonada en el corazón del Padre. Se hace entonces la experiencia viva de la promesa de Cristo: “El que me ama será amado por mi Padre, y yo le amaré y yo mismo me manifestaré a él” (Jn 14, 21) (…). Sí, muy queridos Hermanos y Hermanas, nuestras comunidades cristianas deben llegar a ser auténticas “escuelas” de oración, donde el encuentro con Cristo no se exprese sólo en peticiones de ayuda, sino también en acciones de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha, ardor de afectos, hasta llegar a un verdadero “enamoramiento” del corazón (…). Se equivocaría quien pensara que los cristianos se pueden conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante las numerosas pruebas que el mundo de hoy pone a la fe, ellos serían no sólo cristianos mediocres, sino “cristianos en riesgo”. Correrían, de hecho, el insidioso riesgo de ver progresivamente debilitada su fe, y quizás terminarían por ceder a la fascinación de “sucedáneos”, acogiendo propuestas religiosas alternativas y cediendo incluso a las formas extravagantes de la superstición»[Juan Pablo II, Cart. ap. Novo millennio inneunte, 6-I-2001, nn. 33-34.].