Te propongo un recorrido que tendrás que leerlo, sino no lo recorrerás.
La vida de oración crece en proporción a la dócil unión con Dios que tengamos y contribuye al crecimiento de ésta unión. La vida espiritual es una realidad eminentemente personal, por lo que personal es también su itinerario. Tenemos una sed grande de Dios, en el encuentro con El en la oración, bebemos rios de agua viva. Cada fiel responde al don de Dios según su estilo individual. Dios puede elegir caminos distintos para la oración de cada cual, y nosotros, en libertad, podemos responder en diversos modos.
1. La oración vocal
El Catecismo de la Iglesia Católica
enseña que la oración vocal es la primera expresión principal de la vida
de oración, y además, un elemento indispensable de la vida cristiana,
añadiendo a continuación:
«A
los discípulos, atraídos por la oración silenciosa de su Maestro, Él les
enseña una oración vocal: el “Padre Nuestro”. Jesús no solamente ha rezado
las oraciones litúrgicas de la sinagoga; los Evangelios nos lo presentan
elevando la voz para expresar su oración personal, desde la bendición
exultante del Padre (cf Mt 11, 25-26) hasta la agonía de Getsemaní (cf Mc
14, 36)»
Por oración vocal se entiende una oración que se
expresa por medio de palabras proferidas exteriormente, bien sirviéndose
de una forma preestablecida, bien improvisando estas palabras. La
necesidad de orar vocalmente es explicada así por el Catecismo de la
Iglesia Católica:
«Esta
necesidad de asociar los sentidos a la oración interior responde a una
exigencia de nuestra naturaleza humana. Somos cuerpo y espíritu y
experimentamos la necesidad de traducir exteriormente nuestros
sentimientos. Es necesario rezar con todo nuestro ser para dar a nuestra
súplica todo el poder posible»
En la oración vocal debemos dirigirnos a Dios de
manera simple y confiada, porque a esta oración se refiere la advertencia
del Señor: «Al
orar no empleéis muchas palabras como los gentiles, que piensan que por su
locuacidad van a ser escuchados. Así pues, no seáis como ellos, porque
bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis»
(Mt 6, 7-8). Debemos, por lo tanto, limitarnos a lo esencial, a manifestar
con sencillez nuestra fe, nuestra esperanza, nuestra caridad, nuestro
arrepentimiento, etc.
Ejemplos de oraciones vocales.
Algunas oraciones vocales provienen directamente de Dios y se encuentran
en la Revelación. Los Salmos, por ejemplo, han sido inspirados por el
Espíritu Santo para ser una escuela de oración. Lo mismo se puede afirmar
de las grandes oraciones contenidas en los Evangelios: la salutación
angélica que se recoge en la primera parte del Ave María, el
Magnificat (Lc 1, 46-55), el Benedictus (Lc 1, 68-79), el
Nunc dimittis (Lc 2, 29-32). En las cartas de San Pablo se pueden
encontrar muchas oraciones que resultan muy útiles para nuestra vida.
A otro nivel, aunque en íntima conexión con la
oración bíblica, se encuentran las oraciones que la Iglesia ha incluido en
su liturgia. Muchas de ellas provienen de la Iglesia primitiva, como el
Gloria de la Santa Misa, o el himno Veni Creator de la
Solemnidad de Pentecostés, y es muy recomendable usarlas también en
nuestra oración individual.
A quién se dirige la oración vocal.
Se pueden distinguir las oraciones según a quien se dirigen: a la
Trinidad, a Cristo, a María, a los santos y a los ángeles. De todas
maneras, en el fondo, todas se dirigen a Dios, porque también cuando se
dirigen a María, a los santos y a los ángeles, es para pedir su
intercesión ante Dios.
A lo largo de la historia de la espiritualidad
han habido algunos intentos de tipificar el progreso espiritual en base a
distintos grados del desarrollo de la vida de oración. Uno de ellos es el
Guido II el Cartujo († 1188), quien «ha redactado el primer tratado sobre
la oración mental, si es que se puede llamar así un opúsculo de quince
páginas, compuesto hacia el 1145, la Scala Claustralium».
En éste se habla de cuatro grados de la vida de oración: Lectio,
meditatio, oratio y contemplatio:
«Un día, durante
el trabajo manual, mientras yo pensaba en los ejercicios del hombre
espiritual, he aquí que percibí repentinamente cuatro grados: la lectio,
la meditatio, la oratio y la contemplatio (...). La
lectio es la aplicación del espíritu a las Sagradas Escrituras. La
meditatio es la investigación cuidadosa de una verdad escondida,
con la ayuda de la razón. La oratio es la devota aplicación del
corazón hacia Dios para ahuyentar el mal y obtener el bien. La
contemplatio es la elevación a Dios del alma que es arrebatada por el
paladeo de los goces eternos (...). La inefable dulzura de la vida
bienaventurada, la lectio la busca, la meditatio la
encuentra, la oratio la pide, la contemplatio la saborea. Es
la palabra misma del Señor: “Buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá”
(Mt 7, 7). Buscad leyendo y encontraréis meditando; llamad rogando y
entraréis contemplando. La lectio lleva el alimento a la boca, la
meditatio lo mastica y lo macera, la oratio le saca el sabor
y la contemplatio es este sabor mismo, que da gozo y rehace».
Aunque el itinerario de la vida de oración no se
puede tipificar en una manera rígida, como veremos más adelante, sin
embargo usaremos parte de este esquema de Guido II el Cartujo como una
guía para explicar las diversas formas que adopta la oración cristiana,
además de la vocal, que acabamos de estudiar.
A. La lectio divina
La lectio divina debe considerarse como
una iniciación a la oración mental. En ella,
«la
Palabra de Dios es leída y meditada para convertirse en oración».
Es difícil encontrar en nuestro lenguaje un término que describa
exactamente el contenido de la expresión lectio divina, tan usada
en la literatura patrística.
Ciertamente, no basta hablar de «lectura»: este término indica
generalmente algo superficial y demasiado poco comprometido. No parece
mejor la palabra
«estudio»
sólo porque indica una actividad más comprometida: el estudio se coloca en
el plano despegado de la investigación, mientras que la lectio se
desenvuelve en un clima de oración. Un estudioso, normalmente, se esfuerza
por prescindir de sus emociones personales; en cambio, el hombre
espiritual se acerca a la Biblia como los santos: con la boca y el corazón
abiertos. Parece muy adecuada la concisa definición de Leclercq:
«La
lectio divina es una lectura orante».
Bouyer ha intentado una descripción más detallada:
«Es
una lectura personal de la Palabra de Dios, durante la cual uno se
esfuerza por asimilar la sustancia; una lectura en la fe, con espíritu de
oración, creyendo en la presencia actual de Dios, que nos habla en el
texto sagrado».
B. La meditación
La palabra
«meditación»
proviene de los términos latinos
«meditari-meditatio»:
ejercicio o esfuerzo intelectual. Por lo tanto, la meditación cristiana es
el ejercicio práctico, el aprendizaje, el esfuerzo por asimilar e
interiorizar la Palabra de Dios.
La meditación de la Palabra de Dios ha sido
llamada por algunos Padres de la Iglesia «ruminatio, masticatio». Por
ejemplo, San Agustín decía en una predicación: «Comes pan corporal por un
tiempo, y lo dejas; aquel pan de la palabra lo comes durante el día y la
noche. Cuando oyes o lees, comes; cuando piensas en ella, rumias (quando
inde cogitas, ruminas)(…). Quien traga para que en él no aparezca lo
que devoró, olvidó lo que oyó. Quien no se olvidó, piensa, y pensando
rumia, y rumiando se deleita
La meditación es una oración reflexiva o
discursiva, que busca superar la diversidad y la dispersión de las
distintas actividades espirituales para concentrarse en algunas de ellas,
simples y profundas. El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que
la meditación «es,
sobre todo, una búsqueda. El espíritu trata de comprender el porqué y el
cómo de la vida cristiana para adherirse y responder a lo que el Señor
pide. Hace falta una atención difícil de encauzar»
Esta oración está particularmente vinculada a la
verdad, porque busca comprender mejor las verdades de la Revelación
divina. Su objeto propio es lo que proviene de la Palabra de Dios que nos
interpela. En consecuencia, el contenido de la meditación debe provenir
esencialmente de la Sagrada Escritura, y, sobre todo, de la persona y la
vida de Cristo. Sus palabras:
«Yo
soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6) expresan perfectamente cuál
debe ser el objeto de la meditación: el camino que nos ha sido revelado,
que va del Padre a nosotros y de nosotros al Padre; la vida de la que
participamos en Cristo. Precisamente por esto, el libro de meditación por
excelencia es la Sagrada Escritura.
La profundización en las verdades divinas
mediante la meditación no es un mero ejercicio intelectual. En ese caso la
meditación sería equivalente a la reflexión teológica. En cambio, en la
meditación es toda la persona, con todas sus potencias, y sus
sentimientos, su corazón, la que busca establecer con Cristo una relación
de amistad, hasta obtener la unión con Él. De este modo, el pensamiento se
transforma en oración:
«La
meditación hace intervenir al pensamiento, la imaginación, la emoción y el
deseo. Esta movilización es necesaria para profundizar en las convicciones
de fe, suscitar la conversión del corazón y fortalecer la voluntad de
seguir a Cristo (…). Esta forma de reflexión orante es de gran valor, pero
la oración cristiana debe ir más lejos: hacia el conocimiento del amor del
Señor Jesús, a la unión con Él» Catesismo de la Iglesia Católica 2708.
La meditación no es una forma de estudio, sino
una de las expresiones principales de la vida de oración y, en
consecuencia, busca, no tanto el conocer los hechos y su mutua conexión,
cuanto asimilar e interiorizar las verdades divinas que solamente pueden
ser comunicadas en la Revelación y, por lo tanto, asumidas por nosotros a
la luz de la fe. El fin de la meditación es el de hacernos pasar de la fe,
como aceptación de la Revelación en cuanto principio y fundamento de
nuestra existencia, a la
«vida
de fe»,
a la apropiación personal de la fe, es decir, al hecho que el contenido de
la fe se convierta también en el contenido de nuestra vida concreta:
«Meditar
lo que se lee conduce a apropiárselo confrontándolo consigo mismo. Aquí,
se abre otro libro: el de la vida. Se pasa de los pensamientos a la
realidad. Según sean la humildad y la fe, se descubren los movimientos que
agitan el corazón y se les puede discernir. Se trata de hacer la verdad
para llegar a la Luz: “Señor, ¿qué quieres que haga?”» Catesismo de la Iglesia Católica 2706.
No resulta fácil hablar de la oración
contemplativa, porque se trata de una experiencia muy profunda y personal.
Para su estudio seguiremos las enseñanzas del Catecismo de la Iglesia
Católica sobre ella, que comienzan así:
«La
oración contemplativa es la expresión más sencilla del misterio de la
oración. Es un don, una gracia; no puede ser acogida más que en la
humildad y en la pobreza. La oración contemplativa es una relación de
alianza establecida por Dios en el fondo de nuestro ser (cf Jr 31,
33)»Catesismo de la Iglesia Católica 2713.
A. La contemplación es un don de Dios
Antes que nada, hay que decir que la
contemplación se inserta en un tipo de conocimiento denominado por los
filósofos «conocimiento
por connaturalidad», como es, por ejemplo, la amistad, que no se trata de
un conocimiento discursivo, meramente abstracto, sino de un conocimiento
de tipo intuitivo, en el que hay una influencia dominante de la dimensión
afectiva de la persona, por lo que es también denominado
«conocimiento
afectivo». En este conocimiento, pues, el amor juega un papel
determinante: «En efecto, el amor constituye el medio de conocimiento y lo
transforma: lleva a mirar al amigo con los ojos del corazón, porque es
amado»[Card. P. P.
Philippe, La vita di
preghiera. Saggio di teologia spirituale, p. 225.].
La
connaturalidad es una tendencia afectiva derivada de la propia naturaleza
de los seres, ya que toda realidad creada tiende instintivamente hacia el
propio fin, que reviste para ella el carácter de bien (los animales
tienden instintivamente hacia lo que permite su supervivencia: volar,
nidificar, nadar, cazar, mimetizarse, etc). En el ámbito de la moralidad
humana se produce algo semejante, porque toda persona virtuosa tiende como
por instinto hacia la virtud. De este modo, quien posee sólidamente una
virtud determinada, se siente atraído instintivamente hacia el «justo
medio» en el que reside el acto de esta virtud. En efecto, esta persona
conoce dónde está este «justo medio», no en base a un razonamiento
explícito y fatigoso, sino por una especie de instinto espontáneo, por una
tendencia connatural de su capacidad afectiva, porque busca y ama dicha
virtud.
No se
puede negar que el conocimiento por connaturalidad es un verdadero
conocimiento, porque es un hecho de experiencia. Un ejemplo muy común es
el conocimiento que una madre tiene de sus hijos: puede adivinar y conocer
verdaderamente sus sentimientos más profundos mejor que cualquier
psicólogo, por medio de un juicio intuitivo, fruto de la connaturalidad
existente entre dos seres a los que une una profunda afinidad afectiva.
El
conocimiento por connaturalidad se puede explicar en base a la profunda
unidad de la persona humana, en cuanto que sus facultades espirituales
están enraizadas en un solo principio vital y operativo: el alma. En
la vida real y concreta, la afectividad orienta nuestros conocimientos en
el sentido de nuestros amores.
Este
tipo de conocimiento alcanza su nivel más profundo en el ámbito de la vida
espiritual, en el conocimiento contemplativo de Dios. En efecto, el fiel
ha sido connaturalizado con Dios por medio de la gracia, que hace al alma
deiforme, divinizándola por participación. La caridad, por su parte,
proporciona la unión afectiva que requiere el conocimiento por
connaturalidad.
En la
oración contemplativa, la fe proporciona el objeto, porque establece
formalmente el contacto con la Verdad primera, sin que ello implique la
visión directa e inmediata de Dios. Por así decir, la fe ofrece la
materia de la contemplación: Dios y las realidades divinas. La caridad
concurre, no estableciendo el contacto formal con el objeto, sino como
disposición próxima que aplica el objeto al sujeto; en efecto, por
medio de la caridad el objeto de la fe aparece ante el sujeto como Bien
presente. Así pues, la caridad concurre en la contemplación de manera
dispositiva, pero necesaria, ya que es indispensable que la fe sea
informada por la caridad. Por consiguiente, en la producción de la
contemplación actúan siempre conjuntamente la fe y la caridad, según la
modalidad propia de cada una: la fe presenta el contenido de la
Revelación, mientras que la caridad modifica la estructura del objeto
presentado por la fe, impregnándolo de afecto, para alcanzar el Bien
supremo que atrae poderosamente hacia sí toda la capacidad de amar de la
persona humana. Dicho de otro modo, con la ayuda de la caridad, el objeto
de la contemplación trasciende la fórmula dogmática, hasta llegar a
alcanzar la realidad misma que se esconde bajo ésta, una realidad viva:
Dios y los misterios divinos.
Sin
embargo, todo ello no basta para que se dé la oración contemplativa,
porque es necesaria también la intervención de los dones del Espíritu
Santo, que actúan ofreciendo el modo sobrehumano de producirse la
contemplación. La fe da la materia de la contemplación, los dones
le dan la forma. Sin embargo, la forma no puede existir sin la
materia, por lo que los dones dependen de la fe, que está siempre presente
durante la actuación de éstos en la contemplación. De este modo, la
oración contemplativa procede de la fe viva como su principio radical,
y de los dones del Espíritu Santo como su principio próximo. Veamos
ahora de qué manera concurre cada uno de los dones del Espíritu Santo en
la oración contemplativa:
a) El don de entendimiento da
la formalidad del conocimiento contemplativo: el objeto contemplado se
hace presente en razón de objeto conocido.
b) El
don de ciencia se relaciona con el objeto secundario de la
contemplación: las cosas creadas, que al ser contempladas pueden elevar al
cristiano hasta el objeto primario de la contemplación: Dios.
c) El
don de sabiduría hace que la contemplación sea una sapientia,
una sapida scientia o ciencia sabrosa, es decir, una experiencia
donde Dios y las realidades divinas son conocidas, no de modo abstracto o
discursivo, sino de modo afectivo o intuitivo, o sea, saboreadas o
paladeadas, lo cual produce en el contemplativo una certeza subjetiva,
experiencial, y por tanto inefable.
De acuerdo con las explicaciones anteriores,
podríamos decir que el conocimiento contemplativo de Dios, que se adquiere
en la oración contemplativa, es un simple juicio intuitivo
acerca de Dios y de las realidades divinas, procedente de la fe vivificada
por la caridad e ilustrada mediante los dones de entendimiento, ciencia y
sabiduría.
Pienso que es éste el sentido preciso de la
enseñanza del Catecismo de la Iglesia Católica, cuando
afirma que la oración contemplativa es un don de Dios.
B. La contemplación es una mirada silenciosa
de fe y de amor
El Catecismo de la Iglesia Católica
enseña que la contemplación es una mirada de fe:
«La oración contemplativa es mirada de
fe, fijada en Jesús. Yo le miro y él me mira, decía en tiempos de
su santo cura, un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario. Esta
atención a Él es renuncia a mí. Su mirada purifica el corazón. La
luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón; nos enseña
a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los hombres»[ Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 2715.].
En la oración contemplativa estamos ante el ser
amado y lo miramos; en esta oración no hay un discurso, sino una mirada
silenciosa: se está en silencio en la presencia de Dios, porque su
presencia lo dice todo, como enseña además el Catecismo de la Iglesia
Católica:
«La
oración contemplativa es silencio (…) o “amor silencioso” (S. Juan
de la Cruz). Las palabras en la oración contemplativa no son discursos,
sino ramillas que alimentan el fuego del amor. En este silencio,
insoportable para el hombre “exterior”, el Padre nos da a conocer a su
Verbo encarnado, sufriente, muerto y resucitado, y el Espíritu filial nos
hace partícipes de la oración de Jesús»[Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2717].
La contemplación es silencio o, todo lo más, en
ella las palabras son breves y escasas, como las palabras y las miradas de
dos enamorados, en las que se expresa la realidad de estar juntos,
presentes el uno para la otra. Las palabras llevan al conocimiento y al
amor, pero cuando el conocimiento y el amor son muy profundos, las
palabras ya no resultan útiles.
El
término «contemplar» encierra, pues, tres significados: a) Se trata de
mirar, pero de un mirar con atención, con interés, que involucra la
dimensión afectiva de la persona; b) dicho interés procede del valor o
calidad que posee la realidad contemplada; c) finalmente, este mirar
comporta un presencia, una inmediatez de dicha realidad.
Del
significado original provienen algunos sentidos derivados del término,
verificables en la cultura actual, como son los siguientes:
1)
Contemplación estética o artística, donde se contempla una
realidad por su valor estético o artístico, por ejemplo, una bella puesta
de sol o una obra maestra de arte.
2) Contemplación filosófica o
intelectual, en la que el objeto que se contempla es la verdad.
3) Contemplación religiosa o
sobrenatural, donde se contempla a Dios. En la oración contemplativa,
el creyente está frente a Dios y percibe las realidades divinas en la
cumbre de su vida de oración. Por ello, en este contexto, hablar de
contemplación quiere decir hablar de todo el vivir cristiano, ya que se
trata de la experiencia de Dios a la que se llega cuando se alcanza un
desarrollo notable de la vida espiritual.
Por otra parte, la oración contemplativa no es
sólo una mirada de fe, sino también de amor, como muestra San
Francisco de Sales en esta definición de contemplación: «La contemplación
es una amorosa, simple y permanente atención del espíritu a las cosas
divinas»[S.
Francisco de Sales,
Tratado del amor de Dios, 6, 3, en Obras Selectas de San
Francisco de Sales, 2, «B.A.C., 127», Madrid 1954, p. 236].
En la oración contemplativa, de hecho, actúan al unísono la fe y el amor,
para producir un acto único y simplísimo, como enseña el «Doctor místico»:
«La
contemplación es ciencia de amor, la cual es noticia infusa de Dios
amorosa, que juntamente va ilustrando y enamorando el alma, hasta subirla
de grado en grado hasta Dios, su Criador, porque sólo el amor es el que
une y junta al alma con Dios»[S. Juan de la Cruz,
Noche oscura, lib. 2, 18, 5 (Obras, p. 527)].
El Catecismo de la Iglesia Católica
enseña que la oración contemplativa es consecuencia del amor que el
Espíritu Santo infunde en el corazón:
«La
oración contemplativa es la oración del hijo de Dios, del pecador
perdonado que consiente en acoger el amor con el que es amado y que quiere
responder a él amando más todavía (cf Lc 7, 36-50; 19, 1-10). Pero sabe
que su amor, a su vez, es el que el Espíritu derrama en su corazón, porque
todo es gracia por parte de Dios. La oración contemplativa es la entrega
humilde y pobre a la voluntad amorosa del Padre, en unión cada vez más
profunda con su Hijo amado»[Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 2712.].
El origen de la oración contemplativa es siempre
la iniciativa de Dios, que nos hace un nuevo regalo de su amor, y a este
don el alma debe corresponder libremente. Pero es posible rechazar tal
don. Sin la correspondencia de la persona nunca se llega a la
contemplación. Nuestra libertad es importantísima en la oración
contemplativa. Mientras en el amor humano los dos enamorados están en el
mismo plano e intercambian su amor en modo totalmente recíproco, entre
Dios y el hombre, Dios es la fuente y el hombre responde al don que recibe
en virtud del Espíritu mismo que le es donado.
C. La contemplación es escucha
La oración contemplativa es también escucha:
«La
contemplación es escucha de la palabra de Dios. Lejos de ser
pasiva, esta escucha es la obediencia de la fe, acogida incondicional del
siervo y adhesión amorosa del hijo. Participa en el “sí” del Hijo hecho
siervo y en el “fiat” de su humilde esclava»[Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 2716.].
El Catecismo de la Iglesia Católica usa
el término escucha para señalar el carácter infuso de la oración
contemplativa. En épocas anteriores, muchos autores espirituales decían
que la contemplación infusa es también
«pasiva»,
pero pienso que el Catecismo de la Iglesia Católica no ha querido
emplear dicho término, para evitar quizá el peligro de confundir
pasividad con inactividad, como el caso del error de los
quietistas. Sin embargo, se puede comprender de manera correcta la
existencia de una pasividad no inactiva en la oración contemplativa,
porque en ésta, bajo apariencia de inactividad, el alma está realmente
activa ya que no puede existir una actividad mayor del espíritu que el
amor.
San Juan de la Cruz enseña que en el creyente,
la acogida del don de la contemplación comporta una actitud pasiva:
«Dios
en este estado es el agente y el alma es la paciente; porque ella sólo se
ha sólo como el que recibe y como en quien se hace, y Dios como el que da
y como el que en ella hace, dándole los bienes espirituales en la
contemplación, que es noticia y amor divino junto, esto es, noticia
amorosa, sin que el alma use de sus actos y discursos naturales, porque
que ahora no puede dedicarse como en el pasado»[S. Juan de la Cruz,
Llama viva de amor viva B, Canción 3, 32 (Obras, p. 824).].
El «Doctor místico» denomina este comportamiento
advertencia amorosa:
«El
alma también se ha de andar sólo con advertencia amorosa a Dios, sin
especificar actos, habiéndose, como hemos dicho, pasivamente, sin hacer de
suyo diligencias, con la advertencia amorosa simple y sencilla, como quien
abre los ojos con advertencia de amor»[S. Juan de la Cruz,
Llama viva de amor viva B, Canción 3, 33 (Obras, p. 824-825).].
Pero tal actitud no es mera inactividad, sino,
«actividad
pasiva» o «pasividad
activa», que facilita la aceptación del don de la contemplación.
En definitiva, en la oración contemplativa se
verifica una pasividad humana por el hecho de ser una recepción activa del
don divino de la contemplación. Esta pasividad no significa ausencia de
las operaciones del alma, sino que la iniciativa es de Dios y que nuestro
asentimiento es fundamental para acoger tal don. Por ello, en la oración
contemplativa, la pasividad es la forma bajo la que la actividad divina
penetra en el alma involucrándola en sí, llevando la actividad más íntima
del alma a su más puro y elevado ejercicio, señalado por el Catecismo
de la Iglesia Católica, en el último número citado, como
«acogida
incondicional del siervo y adhesión amorosa del hijo».
D. La contemplación es unión profunda con la
Santísima Trinidad
El Catecismo de la Iglesia Católica
enseña:
«La oración
contemplativa (…) es comunión: en ella, la Santísima Trinidad
conforma al hombre, imagen de Dios, “a su semejanza”»[Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 2713].
Esta comunión se obtiene por medio de una unión
cada vez más profunda con el Hijo:
«La
contemplación es la entrega humilde y pobre a la voluntad amorosa del
Padre, en unión cada vez más profunda con su Hijo amado»[Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 2712].
En la oración contemplativa se refuerza la
presencia de Cristo en los corazones de los cristianos:
«La
contemplación es también el tiempo fuerte por excelencia de la
oración. En ella, el Padre nos concede “que seamos vigorosamente
fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior, que
Cristo habite por la fe en nuestros corazones y que quedemos arraigados y
cimentados en el amor” (Ef 3, 16-17)»[Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 2714].
Vemos, por tanto, que en la oración
contemplativa se alcanza una profunda unión con Cristo –y en Cristo, con
la Santísima Trinidad– que en el lenguaje de la Teología Espiritual es
llamada
«unión
mística».
De ella habla también el Catecismo de la Iglesia Católica:
«El
progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta
unión se llama “mística”, porque participa del misterio de Cristo mediante
los sacramentos –“los santos misterios”– y, en Él, en el misterio de la
Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con Él,
aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida
mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don
gratuito hecho a todos»[Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 2014].
Como se puede observar, el Catecismo de la
Iglesia Católica enseña que todos los cristianos son llamados a esta
unión, mientras que las gracias especiales y dones extraordinarios son
sólo para algunos. Pero la presencia de estas gracias y dones no significa
una santidad mayor respecto a la de los que no los han recibido, sino más
bien tienen el objetivo de manifestar visiblemente en algunos el don de
unión hecho a todos. No se puede confundir la unión mística, a la que se
llega en el vértice de la vida de oración, con los fenómenos místicos
extraordinarios que Dios concede sólo a algunos.
El término
«místico»
proviene de «misterio»,
en el triple aspecto de oscuro, profundo y rico. La
contemplación encierra en sí, tanto un rasgo de oscuridad como de
enriquecimiento en el conocimiento de Cristo. En ella se da la paradoja
mística de comprender sin comprender. Cuanto más se penetra en el misterio
de Dios, más lo conocemos y más nos vemos ciegos, como cuando al mirar
directamente al sol, nuestros ojos se ciegan. Dios está siempre más allá
de nosotros. Esta paradoja no se verifica en la oración vocal ni en la
meditación. En cambio, en la oración contemplativa, es Cristo quien nos
hace partícipes en su misterio:
«La contemplación
es unión con la oración de Cristo en la medida en que ella nos hace
participar en su misterio. El misterio de Cristo es celebrado por la
Iglesia en la Eucaristía; y el Espíritu Santo lo hace vivir en la
contemplación para que sea manifestado por medio de la caridad en acto»[Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 2718].
La contemplación es un don infundido por Dios
que requiere empeño espiritual y momentos de prueba. Pero por ella se
llega a la alegría de la unión mística con Cristo y la Santísima Trinidad,
que, como ya sabemos, es para todos los cristianos. La unión mística es el
objetivo y la cumbre de la vida de oración en todos los posibles
itinerarios de ésta. La unión mística es ser poseídos por el Amor divino.
Se trata de la experiencia viva de las palabras de Jesús:
«El
que acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama. Y el que
me ama será amado por mi Padre, y yo le amaré y yo mismo me manifestaré a
él» (Jn 14, 21). Este pasaje del Evangelio ha sido comentado por muchos
místicos y maestros espirituales: por ejemplo, por Santa Teresa de Jesús
en las Moradas del Castillo interior (séptima morada), por San Juan
de la Cruz en la última estrofa del Cántico espiritual, por San
Josemaría Escrivá de Balaguer en su homilía Hacia la santidad, y
también por Juan Pablo II, en el siguiente texto:
«La
gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente
(…), muestra cómo la oración puede progresar, como un verdadero y propio
diálogo de amor, hasta que la persona humana llega a ser totalmente
poseída por el Amado divino, vibrante al toque del Espíritu, filialmente
abandonada en el corazón del Padre. Se hace entonces la experiencia viva
de la promesa de Cristo: “El que me ama será amado por mi Padre, y yo le
amaré y yo mismo me manifestaré a él” (Jn 14, 21) (…). Sí, muy queridos
Hermanos y Hermanas, nuestras comunidades cristianas deben llegar a ser
auténticas “escuelas” de oración, donde el encuentro con Cristo no se
exprese sólo en peticiones de ayuda, sino también en acciones de gracias,
alabanza, adoración, contemplación, escucha, ardor de afectos, hasta
llegar a un verdadero “enamoramiento” del corazón (…). Se equivocaría
quien pensara que los cristianos se pueden conformar con una oración
superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante las numerosas
pruebas que el mundo de hoy pone a la fe, ellos serían no sólo cristianos
mediocres, sino “cristianos en riesgo”. Correrían, de hecho, el insidioso
riesgo de ver progresivamente debilitada su fe, y quizás terminarían por
ceder a la fascinación de “sucedáneos”, acogiendo propuestas religiosas
alternativas y cediendo incluso a las formas extravagantes de la
superstición»[Juan Pablo II, Cart. ap.
Novo millennio inneunte,
6-I-2001, nn. 33-34.].
No hay comentarios:
Publicar un comentario