sábado, marzo 22, 2014

El Misterio de la Eucaristía



El Misterio de la Eucaristía

Ser místico de la Eucaristía
La Eucaristía es una obra sobrenatural, admirable de Dios, oculta e incomprensible para la razón. Cristo existe a la manera de una sustancia espiritual –divina–. Es un rebajamiento inconcebiblemente profundo producido por un milagro sobrenatural de la omnipotencia divina. Jesús se hace pan para ser comido por los hombres, para tener parte en el Cielo.

UNION HIPOSTATICA: Afirma la unidad del sujeto (Jesucristo) en la distinción de las dos naturalezas divina y humana. El Concilio de Calcedonia del año 451 d. C. en su afirmación central y síntesis es: “Enseñamos... a uno y el mismo Cristo, Hijo, Señor, Χριστός,  el único engendrado, conocido en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación.”

(Juan 1,1-3) El Misterio de la Trinidad            «      El misterio de la Encarnación                          «        El misterio de la Eucaristía
El Hijo en el seno del Padre          «        El Hijo en el seno de la Virgen      « El Hijo en el seno de la Iglesia morando con su presencia permanente y universal en medio de los hombres y uniéndose con ellos.

Solamente Dios, que es causa absoluta de las sustancias como de los accidentes, puede suplir mediante su poder y omnipresencia absolutos, la virtud de la sustancia en el del pan, mantener los accidentes (características) y preservarlos del perecer. Hace participar al pan de la omnipresencia de Dios, omnipresencia que penetra en el ser más íntimo de las cosas, lo sostiene interiormente y puede suplir toda actividad del mismo.
Nota Propia: [Creo conveniente iluminar un poco más sobre la naturaleza del Misterio de Jesús Eucaristía antes de seguir con éste maravilloso libro:
En el seno de la Santísima Trinidad, Dios Padre ama con amor incondicional a Dios Hijo, éste a su vez ama con amor incondicional a Dios Padre, es tan grande éste amor mutuo que crea una Tercera Persona, Dios Espíritu Santo. Es conveniente y necesario que Dios Hijo (Segunda Persona de la Santísima Trinidad) encarnara para salvar a la humanidad caída a causa del pecado. Hasta ese momento Dios no tenía rostro. Ahora la humanidad puede conocer el rostro de Dios por medio del Dios humanado, Jesús. Dios se convierte en un hombre como cualquiera para dar un amor incondicional como solo Dios sabe darlo (Filipenses 2, 6-11). Cristo sella con su sangre la nueva alianza no solo con los hombres, sino con toda la Creación. Uno solo es el sacrificio del Hombre-Dios en cual después de la muerte en cruz y posterior resurrección se presenta para siempre en el seno de la Santísima Trinidad, no ya solo como Dios Hijo, sino como Dios humanado, con las señales de su Crucifixión y Glorificado (Hebreos 9, 24-28). Dios Padre complacido total y plenamente con Nuestro Señor Jesucristo, por haber hecho siempre su voluntad, le da un nombre sobre todo nombre y le da un lugar privilegiado, está sentado a la derecha de Dios Padre Todopoderoso. La humanidad tiene desde la ascensión de Jesús al Cielo, un “hombre”, un representante en la gloria de la Santísima Trinidad y los ángeles le sirven y le adoran continuamente. Para los ángeles caídos, los demonios, es muchísima humillación servir a los hombres, pues ellos, los ángeles son de una naturaleza superior y sobrenatural. Ellos en el momento de ser creados conocieron de una sola vez el Plan de Dios y se rebelaron contra éste por no querer servir al Hombre-Dios (Salmo 8, 5-7; Hebreos 2, 8). Éste es el “mysterium iniquitatis”, el misterio del mal. El Diablo siempre ha querido tener el lugar del Hombre-Dios, y de malograr el Plan de Salvación de Dios. Es un misterio, no sabemos porque Dios lo permite. Cuando Jesús vuelva será echado al Infierno junto con los demás ángeles caídos. La teología de M. J. Scheeben se basa en la teología de los Padres de la Iglesia.]
PADRE :(latín patrem). TEOLOGÍA... Padres de la Iglesia o Santos Padres, los primeros doctores de la Iglesia griega y latina, que escribieron sobre los misterios y sobre la doctrina de la religión cristiana. Siglos I, II, III y IV después de Jesucristo.

Significado místico de la Eucaristía en general

Todo cristiano considera la Eucaristía como un milagro del amor inefable, incomprensible de la divina naturaleza, de la vida divina. Dios Hijo humanado en la Santísima Trinidad eleva al hombre y al hacerlo participar de la misma vida de Dios lo atrae a una vida divinamente santa y bienaventurada.
El Hijo humanado de Dios se une a la humanidad formando con nosotros un solo cuerpo, así como Él es un solo espíritu con el Padre y quiere derramar sobre nosotros la gracia y la vida con toda plenitud, que recibió del Padre y depositó en su humanidad. El Hijo de Dios da el grado supremo de intimidad y el fundamento más firme a cada uno de los miembros de su Cuerpo Místico, la Iglesia.
El significado de la Eucaristía se verifica y se sella la unidad real del Hijo de Dios con todos los hombres y los hombres le son incorporados por completo, del modo más íntimo, real y sustancial, para participar como miembros también de su cuerpo.

La incorporación de los cristianos a Cristo verificada mediante la Eucaristía

1.               Nuestra unidad con Cristo no es meramente moral, sino también real física, sustancial, esta fusión es copia de la consubstancialidad del Hijo con el Padre. Cristo tiene una relación de “matrimonio” con su Iglesia y con cada fiel (1 Co 10, 17) En la Eucaristía nuestro cuerpo se une nuevamente con el cuerpo del Logos (Palabra), así somos una vez más carne de su carne como Eva respeto de Adán por haber sido tomada del costado de éste. Nos unimos con Él, nuestra Cabeza, en un solo cuerpo, nos hacemos cuerpo suyo en un sentido real y pleno por el hecho de haber asumido Él en su propio cuerpo virtualmente todo el linaje, o por el Bautismo o la fe que nos dio el acceso a su vida. La generación de los cristianos es una incorporación “in Chistum ya que recibimos de Cristo la vida solamente por cuanto miembros suyos, no solo un alimento que ayuda a la vida engendrada, sino que ahínca más profundamente en su raíz. En la Eucaristía la profundización e intensificación de la unión general entre el Hombre-Dios y los hombres.
2.              La Eucaristía es el desenvolvimiento y ampliación del misterio de la Encarnación. La Transustanciación del pan en Cuerpo de Cristo mediante la virtud del Espíritu Santo es una renovación del acto admirable, por el cual se formó originalmente por virtud del mismo Espíritu Santo, su cuerpo en las entrañas de la Virgen y lo asumió a su persona, así multiplica continuamente el acto de entrar en el mundo en todos los lugares y en todos los tiempos. “Cristo es la Iglesia conteniéndola toda por el sacramento de su cuerpo” San Hilario.
3.              “La participación del cuerpo y sangre de Cristo no tiene por efecto otra cosa que el convertirnos en aquello que tomamos y que llevemos en nuestro espíritu y en nuestra carne a aquel con quién morimos, fuimos sepultados y resucitaremos” San León. Esta unidad inefable del cuerpo, que no sabe de límites y sobrepuja a todo concepto, ha de producir necesariamente una comunión de bienes y de vida entre el hombre y el Hijo de Dios, sin la cual no se la puede concebir (...); y hemos de vernos inundados por la plenitud de la divinidad y deificados; y hemos de participar en la misma gloria que el Hijo recibió del Padre, como ocurre realmente mediante la gracia santificante y la gloria procedente de la misma. El Espíritu Santo mediante la unión más real con el cuerpo de Cristo, inhabita en el Hombre-Dios de un modo completamente particular, habrá de derramarse también sobre aquellos que han sido unidos con Él en un solo cuerpo. Que nos llenemos del Espíritu Santo, que la Eucaristía sea para los que participamos de ella, comunión con el Espíritu Santo. La vida divina prosigue en nosotros que nos pone en la más íntima continuidad con la fuente divina, que nos garantiza del modo más sublime la conservación y perduración de esa vida y sella con los más fuertes lazos.
4.              El misterio de la gracia es una continuación del misterio de la Trinidad. Juan 17, 21: “que todos sean una misma cosa y que como tú ¡oh Padre! Estas en mí y yo en ti, asimismo sean ellos una misma cosa con nosotros”. Juan 17, 22: “Yo les he dado ya parte de la gloria que tú me diste, para que sean una misma cosa, como lo somos nosotros”.
San Hilario de Poitiers dice: “De modo que todos son una misma cosa en la gloria, porque no se comunicó, sino la gloria recibida, ni fue comunicada por otro motivo sino para que todos fuesen una misma cosa (...) ¿cómo puede tener el Hijo otra gloria que la del Padre, cuando la gloria del Hijo introduce a todos los creyentes en la unidad con la gloria paterna? Osado sea esperar tal cosa, pero cosa impía sería el no creerlo, cuando uno mismo es para nosotros el autor de la esperanza y de la fe (...)”. Somos todos una misma cosa, por estar el Padre en Cristo y Cristo en nosotros. Juan 6, 56: “Quien come mi carne y bebe mi sangre, en mí mora y yo en él”.
Dios Padre está verdaderamente en el Hijo por la naturaleza de la divinidad, así se dirá con razón, que el Hijo de Dios y hombre está por la humanidad de su carne en nosotros; y esto lo constituye único mediador entre el Padre y nosotros. La Eucaristía se llama comunión por excelencia porque es el vínculo más íntimo y real que une al hombre con Cristo y en Cristo con la Trinidad y con todos los que comulgan. Cristo está en nosotros en la carne y nosotros estamos en Él, ya que aquello que somos está con él en Dios.
5.              La comunión con Cristo y su Padre se revela del modo más brillante en ser ella la que nos hace del modo más perfecto hijos de Dios. No solamente ha de conservar la dignidad y la vida de los hijos de Dios, sino que ha de fundamentarlos por completo y de un modo más profundo y comunicarles un brillo esencialmente más grande del que habrían tenido de otra manera. La Encarnación nos asume el Hijo mediante su humanidad a modo de miembros y como miembros suyos participamos de su posición personal respecto del Padre. Mediante la Eucaristía nos vemos unidos con Él mucho más firmemente aún, nos hacemos de un modo más perfecto cuerpo suyo, ya que Él no solo tomó de nuestra carne la suya, sino que también volvió a introducir en nosotros la Carne asumida. El Padre extiende su paternidad hipostática en nosotros, hijos de Dios. En la Eucaristía no solamente recibimos de Dios la vida, sino que nos hacemos con Su Hijo huesos de Sus huesos y carne de Su carne; al tratarse de Dios tal unidad puede y debe ser renovada y confirmada continuamente. Y así por virtud de la Eucaristía vivimos en Dios y de Dios, de su sustancia y en su sustancia. La comunión eucarística con Dios viene a ser a la vez generación y alimentación de los hijos de Dios.
6.             La Eucaristía prosigue y consuma la idea de la Encarnación. El Hombre-Dios como Cabeza del linaje humano no solo ejerce una influencia real sobre los miembros de éste en calidad de principio de la vida sobrenatural de los mismos; como Cabeza representa además todos los miembros de este gran Cuerpo ante Dios, así como en su propia persona se ofrece a Dios como víctima infinitamente perfecta y agradable, de un modo análogo debe ofrecer también consigo y en sí mismo todo el Cuerpo Místico que es la Iglesia, y éste debe ofrecer también consigo a Dios al Hombre-Dios y en Él a sí mismo como un sacrificio grande. Para la continuación y consumación de Su vida y de Su sacrificio había de estar presente continuamente en su cuerpo de un modo real y substancial para que los hombres pudiesen siempre presentarle y ofrecerle en sacrificio al Padre. Pero para ello se requerían dos cosas: a) que Él representase continuamente la inmolación en la Cruz b) que habitase en medio de nosotros que hiciese posible a los hombres una unión real con su sacrificio. Ambas cosas se cumplen del modo más hermoso y admirable en el Eucaristía.
El Hombre-Dios aparece bajo las especies del pan y del vino separadas del modo que el pan está presente ante todo su cuerpo y en el vino está ante todo su sangre que derramó por nosotros. Aparece en medio de nosotros, como el Cordero degollado en honor de Dios; como tal se muestra ante nuestros ojos y así se hace presente ante Dios. Para recibir de Él sus frutos y beber en su fuente los méritos procedentes del mismo; sino que gracias a éste disfrute somos incorporados al Cordero de sacrificio y hechos un todo, un solo cuerpo con él, y por esto formamos con Él un mismo sacrificio mediante la unidad más íntima y real que concebirse pueda.
La idea de la incorporación de los hombres a Cristo como el rango fundamental en el significado de la Eucaristía. Esta incorporación sola la comprendemos con toda su fuera misteriosa, si concebimos su efecto y su fin como absolutamente sobrenaturales, así como la vida que comunica es absolutamente sobrenatural, del mismo modo la glorificación de Dios que se intenta y se realiza debe de ser algo infinitamente elevado. No es solamente un sacrificio expiatorio por nuestros pecados, porque de hecho, el pecado debe estar suprimido ya antes de poder participar nosotros realmente de éste sacrificio mediante la comunión. El significado de los tres misterios (Eucaristía, Encarnación y Trinidad) desemboca en hacer al hombre participar de la divina naturaleza y así llenarle de dicha de un modo sobrenatural y glorificar de un modo a Dios. Son las revelaciones substanciales del amor infinito, sobrenatural, divino que derrama la sustancia divina en el Hijo, luego la comunica al Hijo en la naturaleza humana y su naturaleza humana así deificada la comunica a todo el linaje humano, para conducir así al hombre al río caudaloso de la gloria y bienaventuranza divinas.

Esencia y significado de la Transubstanciación

Para comprender de un modo más amplio la esencia y el significado del misterio eucarístico, hemos de examinar también los elementos singulares que condicionan o acompañan la presencia real de Cristo en la Eucaristía.
I.    La Transustanciación o el hecho de que el cuerpo de Cristo no se une con el pan natural como sí este fuese su vehículo, no está presente en el pan, sino en el lugar de la sustancia del pan bajo los accidentes del mismo, y de la manera, que no es que elimine con Su entrada la sustancia del pan, sino que más bien es producido nuevamente, por decirlo así del pan y mediante la conversión del pan en Su cuerpo se hace presente. Lo que por lo menos exige el concepto de la transubstanciación es que la sustancia del pan deje de existir y que el cuerpo de Cristo ocupe su lugar, represente sus funciones substanciales, por lo menos, las activas en relación con los accidentes. Pero así concebida, la transubstanciación más bien parecería la permutación de una sustancia por la otra, o la sustitución de una por la otra, y no la conversión de una en la otra. La presencia del cuerpo de Cristo se efectuaría en forma de una aducción, trayéndole del cielo al altar (naturalmente sin que por ello se alejase del cielo) Según el lenguaje corriente de la Iglesia, que según nos parece fue explicando de un modo profundo especialmente por San Gregorio de Nisa, la transformación eucarística del pan en el cuerpo de Cristo ha de concebirse según la analogía de aquella por la cual el pan que Cristo consumía en su vida terrena era transformado en cuerpo suyo. Como ésta última transformación se verifica mediante el calor y fuerza vital naturales, corporales, así se verifica la primera mediante el ardor y fuerza vital sobrenaturales, espirituales del Espíritu divino, el cual le preparó también la primera existencia de su cuerpo en el seno de la Virgen. El Cuerpo de Cristo adquiere un ensanchamiento de su existencia anterior, no por cierto en la forma de un aumento material, sino en la de una reproducción de su primera sustancia, por cuanto su existencia eucarística exige un acto no menos, poderoso que aquel por el cual mantiene su existencia en el cielo. Por el mismo motivo la sustancia del pan ya que no ha de aumentar con su contenido material el Cuerpo de Cristo, ha de recibir no solamente una nueva forma para su materia, sino al mismo tiempo ser consumida con su materia y con su forma por el Espíritu Santo de modo que no existe más que el Cuerpo de Cristo con todo bajo las especies de pan.
II.   Si el cuerpo de Cristo solamente estuviese presente EN el pan y ocupase el puesto de la sustancia del pan al recibir nosotros la Eucaristía ni Cristo nos incorporaría a sí, ni nosotros nos incorporaríamos; a no ser que queramos admitir que la sustancia del pan está hipostáticamente unida con el cuerpo de Cristo; mas ni así llegaríamos a formar propiamente un solo cuerpo con el cuerpo vivo de Cristo. Solo podemos formarlo si la sustancia del pan, que según su naturaleza es apta para transformarse en nuestro cuerpo, se ha transformado en cuerpo de Cristo; si Cristo, viniendo a ocupar el puesto de esa sustancia, se une con nosotros de un modo tan íntimo, como si fuera Él el pan mismo. Para que nuestros cuerpos sean asumidos en su cuerpo y mediante la unión formen con éste un solo cuerpo, transforma en su propio cuerpo ¾ mediante una conversión ¾ aquello que según la naturaleza puede y debe ser un mismo cuerpo con nosotros, para fundir nuestros cuerpos con el suyo mediante el ardor del Espíritu Santo, refunde mediante el mismo ardor el alimento de nuestro cuerpo a fin de que sea el suyo propio.
III.  La transubstanciación con respecto al doble significado de la incorporación misma: primero que la gloria y la vida de la Cabeza se comunica a sus miembros; y segundo, que los miembros se unen con la Cabeza para un sacrificio infinitamente grato a Dios. En ambas relaciones la transubstanciación del pan en el cuerpo verdadero de Cristo obra y preforma una transformación sobrenatural y admirable del Cuerpo Místico de Cristo con asemejarse el mismo a su cabeza.
1.    La relación de la transubstanciación con la comunicación de la vida y de la gloria de la Cabeza a sus miembros. Möhler hace una observación profunda: los que no admiten en el hombre al cual está destinada la Eucaristía, una transformación honda y fundamental, producida por ésta, tampoco podrán apreciar esta operación admirable de Dios, y por lo tanto, habrán de rechazarla como algo completamente incomprensible. Los reformadores (Lutero, Calvino, etc.) por creer que debido al pecado, la naturaleza humana es cautiva de una maldad y corrupción radicales, esencialmente incorregibles, no podían atribuir a la gracia misma de la redención—y así tampoco a los sacramentos que la comunican— un efecto muy profundo que renovase desde el fondo la naturaleza. Esa transformación admirable del pan en cuerpo de Cristo sólo podrá corresponder a otra, también absolutamente sobrenatural y misteriosa que se verifica en el interior del hombre. Solamente la elevación absolutamente sobrenatural de la naturaleza humana a la participación de la divina— tal como la hemos explicado y asentado en el curso de nuestra exposición— está en proporción con la elevación de la humanidad de Cristo a la unión hipostática con el Verbo divino, elevación que le sirve de ideal y es causa mediadora; y de un modo análogo, solamente la sublimación elevada y misteriosa de nuestra naturaleza mediante esa elevación está en proporción con la transubstanciación del pan en el cuerpo de Cristo, su modelo y su causa mediadora.
“Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad. Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu” (2 Co 3, 17-18). El Espíritu Santo en el altar cambia el pan terrenal en pan celestial, así mismo troca de hombres terrenales en hombres celestiales y deificados. Nuestra alma adquiere mediante la gracia una naturaleza superior, siendo transformada según su modo de ser, sus fuerzas y su actividad en imagen de la divina naturaleza, viéndose elevada a una vida infinitamente más excelsa y según la doctrina de los Padres, deificada en cierto sentido verdadero y alto. De ahí que está transformación sea verdaderamente admirable y una de las obras más grandes y misteriosas de Dios como suelen enseñarlo los teólogos al hablar de justificación. En esto hemos de ver cuán poderosa, profunda e ilimitadamente interviene el amor divino en el círculo de las criaturas, para levantarlas de su bajeza y consumirlas, por decirlo así, hasta en sus más íntimo mediante su fuego divino. Porque toda la naturaleza creada, así la espiritual como la material, suspira como dice el Apóstol, por su redención y glorificación (Rm 8, 19-23) y los hombres agraciados, adoptados por Dios como hijos, penetrados del fuego divino, han de ser asumidos con alma y cuerpo— como una gota de agua en un río de vino— ; todas sus flaquezas y mezquindades naturales han de ser absorbidas— según las palabras del Apóstol— para que Dios sea todo en todos (1 Co 15, 28; cf. 1 Co 12, 6; Ef. 4, 6; Col 1, 21s.; Col 2, 13s.)
Por consiguiente, así como el hombre ha de ser alimentado en su cuerpo y en su alma no para una vida natural, sino para una vida sobrenatural, divina, también el pan que ha de alimentarle para la vida eterna, debe ser, no según apariencia, no en lo exterior, ser otro que el cuerpo verdadero del Hijo de Dios vivificante, es para todo el linaje la semilla de la inmortalidad de la “incorruptio”, de la vida eterna, sobrenatural. Dijimos: en sustancia porque según apariencia exterior éste pan celestial debe permanecer semejante al pan terreno y natural como también la transformación sobrenatural del hombre en ésta vida es verdadera y fundamental, pero ante todo es una transformación interior y oculta.
Toca al alma en sus partes espirituales y no al cuerpo y a la vida de los sentidos; “Somos ya transformados en Dios; pero todavía no se ha manifestado lo que seremos” <1 Jn 3, 1-2; Ef. 3, 16 (Col 1, 11; Ga 2, 20) Col 3, 3> y por esto somos en lo exterior como los demás hombres naturales.
2.   Pero también con relación al sacrificio eucarístico tiene un significado altísimo el misterio de la transubstanciación. El Sacrificio en el más pleno sentido de la palabra incluye cierta destrucción de la víctima. Movidos por esta idea enseñaron algunos teólogos que en la Eucaristía el carácter de sacrificio está en el hecho de que la sustancia del pan y la del vino se destruyen en la transubstanciación. ERROR EVIDENTE; porque no es el pan lo que ofrendamos nosotros en la Eucaristía, sino Cristo, o su cuerpo, en el que se ha convertido el pan. Ofrendamos el pan solamente por cuanto se ha transformado en el Cordero de sacrificio. El cuerpo y la sangre de Cristo, que han de ser ofrecidos a Dios no ya en su forma propia, sino en una forma ajena, no estarían verdadera y realmente presentes bajo estas especies, si éstas siguiesen inherentes a su sustancia homogénea, y no fuesen llevadas por la sustancia del cuerpo y de la sangre de Cristo. Por lo tanto, Lutero ya a causa de su doctrina de impanación hubo de negar en la Eucaristía también el carácter de sacrificio.
Ese significado consiste además, en que precisamente la transubstanciación sobrenatural del pan y del vino en el cuerpo y sangre de sacrificio de Cristo, opera y prefigura verdaderamente nuestra unión sobrenatural con el sacrificio del Hombre-Dios.
La opera: porque si la hostia que en la Eucaristía ofrecemos nosotros a Dios sigue siendo lo que era, y no se hace verdadera y esencialmente Cristo-hostia, entonces al sumir las especies tampoco nos uniremos de un modo real e inmediato con la hostia del sacrificio de Cristo; por consiguiente, tampoco formaremos con Cristo un solo cuerpo de sacrificio.
La prefigura: porque así como el pan pasa a ser realmente cuerpo de Cristo, hostia de sacrificio de Cristo, así debemos también nosotros copiar en nuestro propio ser¾ no ciertamente mediante una transformación substancial, pero sí mediante la unión substancial con Cristo¾ su vida y su muerte.
Así como el fuego del Espíritu Santo consume la sustancia del pan y la transforma substancialmente en el holocausto supremo y más santo, así también el ardor que irradia de ésta hostia unida con nosotros ha de dominarnos y consumirnos, convertirnos en holocausto vivo, que deshaciéndose en amor sobrenatural, divino quede absorbido por completo en Dios y, empapado de la amabilidad del Cordero de Dios envíe a Dios una fragancia celestial. Y así como el pan mediante su destrucción se convierte en algo superior a lo que era, así también nosotros, muriendo según la naturaleza en Cristo, por la misma gracia en la cual negamos y mortificamos nuestra naturaleza, hemos de resucitar para una vida infinitamente más elevada.
Creemos poder concebir de un modo más profundo el significado de la transubstanciación para el sacrificio, admitiendo que en el sacrificio eucarístico consiste formalmente, el acto real, propiamente dicho de sacrificio. Con vistas a su término pertenece a la acción de sacrificio, por cuanto mediante ella se hace presente Cristo como verdadero Cordero de sacrificio en el seno de la Iglesia y se le representa bajo los símbolos visibles de la inmolación verificado en Él un día. Estos dos elementos, son de hecho esenciales y completamente justificados, en primer lugar, porque no es el pan sino Cristo el que ha de ser sacrificado propiamente y en segundo lugar, porque Cristo no ha de ser inmolado de nuevo realmente, sino que su sacrificio cruento, único ha de presentarse incruentamente mediante una representación simbólica del mismo. Y éste último elemento presupone explícitamente también la transubstanciación.
1-      La transubstanciación en el santo sacrificio de la misa se llama en el lenguaje de la Iglesia consagración no sólo porque hace presente lo santo, sino por cuanto consagra precisamente a Dios el pan y el vino mediante la transubstanciación, los hace ofrenda agradable a Dios, y logra que los dones ofrecidos por la Iglesia sean elevados, mediante su transubstanciación por el ángel de la santidad, el Espíritu Santo, al altar celestial. Toda acción sacrificial en el fondo no es más que una consagración y la entrega de una ofrenda a Dios, tanto más viene a ser un sacrificio ésta consagración, ya que precisamente por la absorción del don produce el olor más grato puesto que transforma el primer don en otro, que no necesita subir a Dios, sino que está presente a sus ojos en su propio seno.
2-     Si el sacrificio eucarístico consiste formalmente en hacer presente el Cristo-hostia, ciertamente podrían los frutos del sacrificio de Cristo ser aplicados a la Iglesia, y la Iglesia misma podría unirse a éste sacrificio; mas la víctima no parecería tomada de su seno y la Iglesia se ofrecería a Dios no en el acto objetivo de sacrificio, sino solamente con el mismo. El sacrificio de Cristo parecerá que sube del seno de la Iglesia hacia Dios únicamente si el cuerpo del sacrificio no solo es introducido por la Iglesia, sino que mediante la transubstanciación del pan ofrendado por la Iglesia, se toma de los dones de ésta; y la Iglesia se ofrendará a Dios en el cuerpo de Cristo únicamente si transforma el pan¾ que como alimento el más noble de los miembros de la Iglesia representa los cuerpos de los mismos¾ en cuerpo de Cristo y mediante esta consagración del pan ofrenda y consagra sus miembros a Dios. No el pan, sino el cuerpo de Cristo es la ofrenda propiamente dicha de la Iglesia, como Cristo mismo. Mas éste cuerpo se hace sacrificio de la Iglesia propiamente por tomarlo de ella, de sí misma y ofrendarla a Dios transubstanciado el pan en ese cuerpo y pignorar y representar ante Dios mediante esa misma transubstanciación la entrega de sí. Y si ésta ofrenda no ha de ser ofrecida sencillamente a Dios y presentada en relación con un acto sacrificial ya realizado, sino que ha de ser ofrecida mediante un acto nuevo y real de sacrificio, entonces hemos de buscar dicho acto en la transubstanciación de otro don en esa ofrenda. La esencia de la acción sacrificial eucarística la encontramos sólo en la transubstanciación según su totalidad.
3-     Esta idea se confirma por el hecho de que solamente fundándonos en ella tendremos en el sacrificio eucarístico un acto sacrificial real, una inmolación real y visible de los dones ofrendados, por la cual éstos pasan del hombre a Dios. Aunque permaneciendo idéntica su idea fundamental¾ la entrega de una cosa a Dios¾ la inmolación de la ofrenda o el acto sacrificial real responde a esa idea de diferente manera según la modalidad y destino peculiares del sacrificio mismo (...) Así la inmolación tiene en nuestro caso dos particularidades, que la distinguen notablemente de la inmolación realizada en otros actos de sacrificios.
En primer lugar, la ofrenda es inmolada no por verificarse algo en ella misma, sino por quedar absorbida ella con todo su ser en otra ofrenda y pasar en esta última a Dios y así ser en el cual se convierte, se trata de representar y realizar la unión de la Iglesia con la ofrenda entregada ya a Dios por Cristo.
En segundo lugar, la inmolación misma es invisible porque se realiza en el fondo más íntimo y oculto del don ofrecido. Mas la acción mediante la cual se realiza, las palabras consecratorias que no solamente indican lo que está ocurriendo, sino que lo originan, son perceptibles a los sentidos, y ello basta para que podamos ver en el acto sacrificial¾en el acto sacrificial que en su esencia propia ha de ser precisamente místico por completo¾ una inmutación real y al mismo tiempo visible.
Puesto que en este caso el acto sacrificial estriba en una inmutación por la cual algo inferior pasa a algo superior, tendrá en su esencia más analogía con la realización de la unión hipostática y la resurrección del cuerpo de Cristo que con su inmolación en la Cruz. Así como la carne tomada del seno de María mediante unión hipostática fue consagrada en carne del Cordero de Dios, y la carne de Cristo que descansaba sin vida en el sepulcro mediante la resurrección fue consagrada en templo vivo del Espíritu Santo, de un modo análogo el pan que representa la parte natural del cuerpo místico de Cristo, renovando el Espíritu Santo bajo el envoltorio de las especies sacramentales el milagro que un día realizó en el seno de María y en la oscuridad del sepulcro. Y la Iglesia también ha de ponerse ante todo en contacto- mediante la realización de éste acto sacrificial terreno- con el sacrificio celestial de Cristo, que él ofrece en su cuerpo glorificado, conforme a su dignidad hipostática. Solamente porque en el holocausto celestial la inmolación misma verificada en la cruz se presenta y se ofrece en recuerdo eterno de Dios, y porque éste recuerdo de la separación de la sangre y del cuerpo se nos presenta visiblemente en la Eucaristía mediante la diversidad de las especies eucarísticas, estampará en el acto sacrificial eucarístico también la inmolación hecha en la cruz y la hará presente en su forma y en su virtud.
El acto sacrificial eucarístico precisamente según la concepción de las antiguas liturgias se realiza mediante el fuego del Espíritu Santo, el cual, invocado por la Iglesia, baja sobre el pan que representa la humanidad, a fin de formar del mismo el cuerpo y la sangre del verdadero Cordero de sacrificio[1], como un día había formado del seno de la virgen el Cordero mismo, para luego ofrecerlo como holocausto perfecto en la cruz y en la resurrección. Porque así como Cristo fue concebido por obra del Espíritu Santo, así también en la cruz se ofreció inmaculado a Dios en el Espíritu Santo y por virtud del mismo Espíritu Santo resurgió para la vida incorruptible, en la cual presenta y conserva eternamente el valor de su muerte de sacrificio. Y para que éste sacrificio, consumado así en el Espíritu Santo, sea incorporado a la Iglesia y ésta sea incorporada a aquél, el pan y el vino, por virtud del mismo Espíritu Santo, mediante una renovación y continuación del misterio de la Encarnación, son transformados en la carne y sangre del Cordero ya inmolado y que existe como holocausto eterno y consumado; y así del seno de la Iglesia, como sacrificio de la misma, Cristo es ofrecido a Dios como habiendo pasado ya por la muerte y la resurrección.
La forma del acto sacrificial en éste caso es sencillamente la del holocausto, pero con la especificación de que el fuego espiritual por un solo y mismo acto produce y ofrece en estado glorificado a Dios el don de sacrificio, y, además, no se hace una nueva inmolación del Cordero de sacrificio, sino que éste es ofrecido a Dios haciendo presente la inmolación ya realizada[2]. Es un holocausto de la especie más noble y elevada, en el cual el fuego que sale a raudales del corazón de Dios mismo consume el don de sacrificio y funde la Iglesia, representada en el mismo, con el holocausto del Cordero.
Tan esencial es la representación de la unión de la Iglesia con el sacrificio de Cristo y el convertirse el sacrificio de éste en sacrificio de ella, lo que se hace, según los Santos Padres, mediante la fusión de los granos de trigo y de uva en un todo –fusión debida al fuego sensible o a la fermentación- y mediante su transformación en un ser superior. Es evidente que en esta relación no solamente las especies exteriores, sino también los elementos homogéneos a las mismas se entrelazan con el simbolismo del acto sacrificial.












“Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su Esposo. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su Pueblo y Él, Dios-con-ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado Entonces dijo el que está sentado en el trono: Mira que hago nuevas todas las cosas’. Apocalipsis 21, 2-5





Significado y motivo del modo de existir místicamente el cuerpo de Cristo en la Eucaristía

           I.        ¿Qué significa el modo de existir divino-espiritual del cuerpo y de la sangre de Cristo?
1.       Vimos que Cristo en la Eucaristía ha de presentarse como Cabeza sobrenatural de la humanidad, y que por Él ha de ser ésta deificada y unida en un gran sacrificio a honor de Dios. Como Cabeza sobrenatural Cristo ha de ser ante todo para sus miembros el principio de una unidad muy real. De modo que ha de estar real y substancialmente en todos, sin separarse de sí mismo, y por consiguiente ha de existir de tal manera que así como el alma penetra en todas partes del cuerpo, así también Él pueda introducirse indiviso no solamente según la fuerza, sino también según la substancia, en todos los miembros de su cuerpo místico. Y así como para tal fin está presente –integro e indiviso- en muchas hostias, no podrá estar sujeto en cada una a los límites del espacio y de la extensión, tanto menos cuando que Él precisamente en cada uno de aquellos con los cuales se une en la hostia, ha de ser principio de la unidad, y, por consiguiente, ha de penetrar y abarcar todo el ser. Así como en el cuerpo natural las partes singulares mantienen su unidad en sí y entre sí tan solo por un principio espiritual superior, así también el cuerpo de Cristo, para unirnos, como órgano de la divinidad, consigo mismo y con los demás en una unidad sobrenatural, debe poseer por la misma virtud de la divinidad por la cual nos ata a sí, una unidad espiritual sobrenatural, y en ésta unidad la mayor indivisibilidad ha de correr parejas con la mayor extensión de la presencia. Y no obstante ha de conservar al mismo tiempo su substancia corporal, porque ha de unir a todos los hombres en un solo cuerpo, y no formalmente en un solo espíritu. Nos une en un mismo espíritu el Espíritu de Dios que inhabita en nosotros, que es también Espíritu de Cristo; pero puesto que el Espíritu de Cristo sólo alienta en su cuerpo, hemos de unirnos precisamente con éste cuerpo, para recibir en el mismo la fuerza que vive y opera en Él.
2.      Mas ésta fuerza ¿qué ha de obrar en nosotros? Ha de espiritualizar y deificar todo nuestro ser, ha de transformarnos y sublimarnos. El cuerpo de Cristo ha de ser para nosotros un manjar espiritual, y por tal motivo ha de existir de un modo espiritual en la Eucaristía. Es un manjar no solamente para nuestra vida corporal, sino eminentemente para nuestra vida espiritual, que ha de ser con nosotros como el alma, que penetra y vivifica el cuerpo en el cual entra, no quedando absorbida en él, sino dominándolo para transformarlo en sí y comunicarle sus propiedades. Es cierto que el cuerpo de Cristo, toda la humanidad de Cristo no es propiamente el alma de nuestra vida sobrenatural, ni la luz ni el fuego mediante los cuales somos glorificados y transformados en la imagen sobrenatural de Dios; por efecto de la unión hipostática con el Hijo de Dios inhabita en el cuerpo de Cristo la fuerza vivificadora, espiritualizadora, deificadora de la divinidad; y como órgano de la divinidad también él vivifica, espiritualiza, deifica; es portador de la divina fuerza de vida, da la luz divina y del divino fuego, y precisamente como tal ha de alimentarnos en la Eucaristía; mas no por ello será menos real y substancialmente alimento nuestro que el alimento natural; antes bien lo será infinitamente más, por unirse con nosotros no menos que éste, y por vivificarnos y refrigerarnos de un modo infinitamente superior. Pues bien, si el cuerpo de Cristo nos alimenta de un modo espiritual, yendo directamente a nuestro espíritu, no solamente a nuestro cuerpo, no quedando absorbido en nosotros, sino transformándonos a nosotros en sí mismo, como órgano de la suprema fuerza espiritual y espiritualizadora, entonces no necesita existir de un modo carnal, aún más, ni siquiera puede existir de esta manera ni tampoco ser asumido por nosotros carnalmente. Si nosotros lo tomásemos como otra carne cualquiera, Él quedaría destruido, se transformaría en nosotros, alimentaría de suyo solamente nuestro cuerpo, no también nuestra alma. Mas si ha de alimentar nuestra alma juntamente con nuestro cuerpo, si ha de alimentar todo nuestro ser, debe hallarse en el grado de nuestra alma y acercarse de un modo espiritual al espíritu, [Esta es la razón por la cual al recibir la hostia consagrada se le tiene que adorar inmediatamente, para tomar conciencia de que no se recibe algo común y silvestre, antes bien, estamos recibiendo a Jesús Eucaristía, no en el plano de lo que se ve sino en el plano de lo que no se ve. Queda así vedado como la presencia de los ángeles que sabiendo nosotros, los cristianos, que están a nuestro lado, no los vemos.] Ha de transformarnos en su inmortalidad y gloria, no puede aparecerse a nosotros como una sustancia perecedera, corruptible; ha de mostrarse como sustancia inmutable, imperecedera, indivisible. Finalmente, ha de obrar en nosotros no mediante su contenido material, sino mediante la fuerza divina que inhabita en Él, ¿para que serviría su partición y disolución? Antes bien, siendo precisamente en su totalidad el portador de la divinidad, y porque además, como órgano de la misma ha de presentarse de un modo semejante a la misma, debe producir en nosotros un fuego y una gloria divinos; habrá de mostrarse, pues, como un cuerpo espiritualizado y glorificado en grado sumo por la divinidad. Sí, en la Eucaristía el cuerpo de Cristo debe existir de un modo más elevado en cierto sentido que como existe de suyo, aún después de su resurrección, por la fuerza de la divinidad en la gloria divina. Porque en la gloria que le corresponde de suyo, aparece solamente como vivificado y glorificado por la divinidad, mientras que en la Eucaristía se muestra vivificando y glorificando a otros, participando de la virtud espiritualizadora y vivificadora de la divinidad. Por consiguiente en el primer caso su glorificación ha de estar en un solo lugar (sentado a la derecha de Dios Padre Todopoderoso), en el segundo caso, en cambio, a causa de la universalidad y elevación de su operación como órgano de la divinidad, ha de participar también de la universalidad y simplicidad de la misma. “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que coma vivirá por mí”. Juan 6, 56-57.
3.  Cristo ha de unirse con nosotros en la Eucaristía no solamente como alimento espiritual de nuestras almas y de todo nuestro ser, sino que en medio de nosotros ha de ser también un sacrificio espiritual ofrecido a Dios y mediante su unión con nosotros ha de incluirnos en este sacrificio espiritual; y por esto también ha de existir de un modo espiritual en la Eucaristía. En la doctrina del Apóstol[3] el sacerdocio de Cristo es un sacerdocio según el orden de Melquisedec, es decir, no según el orden del mandamiento carnal, sino según la fuerza de la vida imperecedera. El nuevo Sumo Sacerdote había de entregarse a la muerte como Cordero de sacrificio; mas no había de perecer en la muerte; así como dio su vida, así también podía y debía volver a tomarla por la fuerza propia, y así viviendo eternamente, estar como sacerdote y víctima ante el trono de Dios, para conducir los hombres de la muerte a la vida, por la virtud de su muerte. Ya el mismo sacrificio de la cruz era más bien espiritual que corporal: porque Cristo se ofreció inmaculado mediante el Espíritu Santo a Dios[4]; porque ese sacrificio aunque se verificara en la carne, sin embargo se verificó en una carne imperecedera, inseparable del Hijo de Dios y santificada mediante esta unión; porque esta carne no era mera carne, sino que estaba empapada de la fragancia de la dignidad espiritual y de la divinidad de aquel a quien pertenecía. La carne de Cristo había de ser aún más un sacrificio espiritual, después de haber triunfado de la muerte, y el Cordero, inmolado ante los ojos de Dios desde el principio del mundo, debe estar presente ante el acatamiento divino como holocausto eterno, que arde con el fuego del Espíritu Santo.
En efecto, el Apóstol enseña, que Cristo sólo una vez podía y debía morir, sólo una vez había de ofrecer su sacrificio en la flaqueza de la carne. El sacrificio perenne que ofrece no es sino el recuerdo triunfal de la muerte de sacrificio, acaecida una sola vez, recuerdo que perdura en el cuerpo de Cristo, liberado de la flaqueza carnal y espiritualizada y glorificada mediante el Espíritu de Dios; y la inmortalidad gloriosa del cuerpo de Cristo después de su Resurrección no solamente no es un obstáculo para la perduración de su sacrificio, sino que precisamente es una condición sin la cual el sacrificio realizado y consumado un día no podría pasar como sacrificio eterno, que perdura para siempre.
En este sentido hablamos de un sacrificio espiritual de Cristo en el Cielo, no como si allí la carne de Cristo dejara de ser la víctima ofrecida, sino porque ésta es la carne glorificada y espiritualizada de Cristo, merced a la victoria sobre la muerte que padeció un día en la flaqueza de la carne. Y acá abajo en la tierra la carne de Cristo ha de ser en su espiritualización y deificación el objeto del sacrificio, tanto más cuanto que aquí en el seno de la humanidad ha de ser ofrendada en todos los tiempos en innumerables lugares, y mediante su unión real con cada fiel ha de unirlos a todos en un gran holocausto. Si permaneciese de un modo carnal en medio de nosotros, permanecería también dentro de los límites de la carne, por consiguiente no podría estar realmente por doquier ni hacer presente por doquiera la virtud inherente a ella merced a su muerte de sacrificio. Además no podría unirse con nosotros por completo e indisolublemente, no podría fundirnos consigo misma. Y sobre todo no aparecería en su unidad con el sacrificio glorificado, espiritualizado, propio del cielo, ni Cristo aparecería entre nosotros –como en el cielo- a modo de triunfador sobre la muerte, que ha de conducirnos victoriosamente de la tierra a la vida eterna.
Según la Carta a los Hebreos el sacerdocio de Cristo es “así el movimiento avanzante de la acción salvadora [en el acto de la Cruz], como el reposo majestuoso del dispensador perpetuo”. Como Sumo Sacerdote, solitario con la humanidad, pero libre de pecado, realiza Cristo su filiación, ofrenda no un simple valor efectivo, sino “la entrega total de la persona: Hb 7, 27”. “Sin embargo es solamente la intervención del espíritu de eternidad la que hace de este sacrificio un sacrificio total perfecto: Hb 9, 14 mediante el Espíritu eterno… se ofreció a Dios. Así en vez del sacrificio pneumático[5], que mediante el Espíritu de la eternidad adquiere pleno valor y es único…: Hb 7, 16. 23ss.
A ello se añade, que la carne de Cristo en la Eucaristía, como sacrificio de la Iglesia, se hace presente y es sacrificada únicamente por el fuego del Espíritu Santo que consume el pan; además precisamente aquí ha de demostrar la preciosidad del valor que posee –por la unión hipostática con el Hijo y por estar unida en éste con el Espíritu Santo- comunicando las gracias espirituales conseguidas en su inmolación y resurrección. En la cruz debía ser inmolada en su naturaleza terrenal, porque de otra manera no habría sido susceptible de padecer; en la resurrección había de ser glorificada, para consumar en sí misma el holocausto. Y en la Eucaristía ha de mostrarse en el seno de la humanidad como holocausto ya consumado mediante la muerte y la resurrección, con la fuerza que se abre paso en ella. Su valor y su fuerza consisten precisamente en el “odor suavitatis” que parte de su portador y que la empapa por completo, olor de suavidad que no es sino el “olor” de la divinidad, es decir, del Espíritu Santo.
Aún más; así como la carne de Cristo no ha de alimentarnos como simple carne para la vida carnal, sino como carne empapada del Espíritu de Dios para una vida divino-espiritual, de un modo análogo está destinada a presentar no un simple sacrificio exterior y carnal, sino a preformar y obrar la ofrenda espiritual de nuestras almas.
Uniéndonos con el sacrificio de Cristo hemos de sacrificar, finalmente, a Dios no sólo nuestras almas, sino también nuestros cuerpos. Y también el sacrificio de nuestro cuerpo ha de ser espiritual.
a.      El espíritu se ofrenda juntamente con su cuerpo;
b.      Y nuestra carne sólo podrá ser un sacrificio agradable a Dios si deja de ser carnal, y penetrada del espíritu es domeñada y purificada.
c.      Mas también ésta espiritualización sólo será sacrificio, si es verdaderamente agradable a Dios, si el cuerpo, como el alma misma, es santificado y sublimado mediante el Espíritu Santo. Por lo tanto, si el sacrificio de la carne de Cristo ha de ser modelo y fuente aún para éste sacrificio de nuestro cuerpo, entonces éste habrá de ser purificado en grado sumo por el Espíritu Santo, y la fuerza divina que inhabita en él habrá de levantarlo por encima de todos los límites y defectos de la materia y de la carne.
De modo que el cuerpo de Cristo en la Eucaristía es un manjar espiritual y un sacrificio espiritual; espiritual en su fuerza, por la divinidad que inhabita en él, espiritual en los efectos que produce en nuestra alma y en nuestro cuerpo, y por lo tanto espiritual también en su modo de existir y en su presencia sustancial.
  II.        Si el cuerpo de Cristo solamente en esta manera espiritual existiese para nosotros y se uniese con nosotros, ciertamente se cumplirían con ello las condiciones esenciales de su unión con nosotros y de su operación en nosotros; pero sus relaciones con nosotros serían completamente interiores, completamente espirituales, no se empalmarían con un vínculo exterior, natural, su unidad con nosotros no tendría el carácter de una unidad corporal, que se manifiesta exteriormente, que se presenta como vehículo y expresión de la unidad espiritual. Y sin embargo, esto es precisamente un elemento integrante en el organismo establecido por la Encarnación. La Eucaristía ha de ser la continuación de la Encarnación. Así como en ésta el Hijo de Dios se revistió de una carne natural, visible, para comunicar y representar exteriormente al mismo tiempo la unidad intentada con nosotros, así también en la realización de ésta unidad no ha de sustraerse por completo su cuerpo a la esfera de lo natural, de lo visible; y si de suyo se presenta a la par en forma espiritual, precisamente ha de mostrarse a nosotros en el vehículo e imagen exteriores por él adoptados. En esto se apoya el modo de existir sacramental del cuerpo de Cristo en la Eucaristía. Así como en el modo de existir espiritual se prolonga y se consuma la fuerza exaltadora y glorificadora de la Encarnación, así en ésta otra existencia se estampa la unión de lo invisible-divino con lo visible-humano, lo que observamos en la Encarnación. El modo de existir sacramentalmente el cuerpo de Cristo es el primer miembro de un organismo rico, sacramental en el cual se prolonga la Encarnación.

Significado misterioso de la sunción[6] de la Eucaristía

La participación de la Eucaristía, o la comunión, obra ante todo nuestra incorporación efectiva a Cristo, y por consiguiente todo aquello que se halla en relación natural con esta incorporación. Hemos explicado ya que el Cristo eucarístico, como vida en la cual somos injertados, es para nosotros mucho más, infinitamente más que un simple alimento según la analogía del pan natural. Sin embargo, nos da al mismo tiempo –aunque de un modo más elevado- todo cuanto nos da el alimento natural. Porque “su carne es verdaderamente comida, y su sangre es verdaderamente bebida”[7]; y así como el Salvador dice que mediante la Eucaristía nosotros moramos en Él, así dice también que él mediante la misma mora en nosotros[8]. Aquí queremos estudiar la Eucaristía en esta última relación, por cuanto nosotros recibimos a Cristo, le introducimos en nosotros como objeto de posesión y delectación.
En la sagrada comunión, como en general en el acto de tomar cualquier alimento, pueden distinguirse dos aspectos. Tomamos el alimento, lo unimos con nosotros, por una parte para sacar del mismo nueva fuerza de vida, y por la otra, para alegrarnos y deleitarnos con su posesión. En el alimento natural esta última circunstancia viene a ser un elemento completamente subordinado, porque la comida es grata al hombre no de suyo, sino solamente como medio para el fin. Además, siendo así que precisamente al ser aplicada para el fin perece en su ser propio, el disfrute de suyo no tendrá valor para el hombre racional. En la Eucaristía es muy distinto el caso. En ella solamente debemos y queremos sacar del Hombre-Dios fuerza de vida, sino que queremos poseerle a Él mismo, tenerle personalmente en nosotros y disfrutar de Él. Precisamente mediante la fuerza vital que Él nos comunique, hemos de agarrarle y poseerle en un abrazo vivo.
1.       El primer aspecto de la comunicación se explica directamente por lo que dijimos antes respecto del efecto de la incorporación. Vimos que el cuerpo del Hombre-Dios se deposita en nosotros como vehículo, como órgano de la fuerza vivificadora y glorificadora de la divinidad. Como tal le recibimos realmente cuando esta fuerza muestra su eficacia también en nosotros, cuando nosotros, con la debida preparación, sacamos de ella realmente vida y glorificación divinas y somos confirmados y nos ahincamos más profundamente en la unión de vida sobrenatural, en la unidad espiritual con Dios. En este caso la sunción es una posesión que comunica realmente vida de lo contrario es un veneno para nuestra perdición. Así, pues, lo que nos alimenta y nos sirve de comida es propiamente la fuerza divina del Logos que hay en la carne de Cristo. Mas si el Logo para vivificarnos se une con nosotros juntamente con su cuerpo de un modo tan admirable, de ahí hemos de concluir, que en su divinidad se une con el alma de un modo análogo a la manera como se une con el cuerpo en su carne y sangre. La sunción de la carne y sangre humanas del Hombre-Dios es el sacramento real, es a saber, la imagen y el órgano para la sunción de la carne y sangre de su divinidad, por decirlo así.
Lo que son para el cuerpo la comida y la bebida, esto vienen a ser para el alma la luz de la verdad y de la gloria, y el ígneo río del amor; y en Cristo precisamente su sangre humana corresponde al rio de vida y de amor, que sale a borbotones de su corazón divino[9]. Así, mediante la sunción de su carne, también nosotros somos iluminados por la luz de la verdad eterna, glorificados y transformados por su gloria; y en su sangre derramase el río de la vida eterna y del amor divino en nuestros corazones. Mediante la fuerza divina que se encierra en la carne del Señor, somos transformados según el alma en imagen de su gloria divina, según el cuerpo en imagen de su cuerpo glorificado, así como mediante la fuerza del Espíritu Santo que pulsa en su sangre nuestra alma y nuestro cuerpo se llenan de vida divina imperecedera. De un modo tan real como somos nutridos corporalmente en la comida y bebida mediante el alimento homogéneo a nuestro cuerpo, recibe nuestra alma en la Eucaristía a modo de comida y bebida la superabundancia de la divinidad, y la recibe de tal manera que precisamente por tal motivo nuestra vida se hace homogénea a Dios, y por lo tanto, divina.
Mientras esta sunción de la divinidad sigue atada todavía al órgano del sacramento y nos es comunicada por el mismo, la vida divina que brota de ahí será sólo iniciada, estará como en germen. Pero el mismo sacramento es a la par una prenda, una garantía para nosotros de que este germen se desarrollará un día con completa claridad, que el Logos nos iluminará y transformará mediante la plenitud de su luz, que nos inundará y saciará con el río de su amor y de su vida, y de tal manera que nuestra vida en el conocimiento y el amor parecerá expresión plena y emanación de la vida divina.
Quien es capaz de comprender lo que significa el que nuestra alma reciba ahora de un modo imperfecto y luego de un modo perfecto la plenitud de la divinidad a modo de comida y bebida, no verá ya un milagro en el milagro de la sunción eucarística, porque la mirará tan solo como introducción y preparación para una posesión más admirable todavía. El manjar eucarístico, según la expresión tan delicada como profunda de San Agustín, no es sino la leche en que se transformó el pan celestial de la vida eterna en el seno de María, para acercarse a nuestra flaqueza y prepararnos así a gozar de él un día en toda su grandeza natural.
2.      Mas así como la Eucaristía al sumirla nosotros nos alimenta comunicándonos fuerza de vida divina, así también ofrece precisamente a esta fuerza de vida el objeto, que nosotros hemos de asir con ella y retener firmemente con un abrazo vivo.
Al sumirla nos unimos ante todo, del modo más íntimo y substancial, con el cuerpo del Hombre-Dios, que es depositado en lo más hondo de nuestro ser, para ser el objeto de nuestra posesión llena de amor y delicias. Mas en este cuerpo y mediante el mismo se introduce en nosotros también el portador del mismo, el Hijo unigénito de Dios, para darse personalmente, con todo cuanto es, en posesión a nosotros. Y precisamente esta posesión y disfrute substanciales de una Persona divina es lo que hace tan sobremanera amable y lleno de delicias el misterio de la Eucaristía.
El Hombre-Dios se entrega a nosotros en su sustancia humana y, por medio de ésta, en su sustancia divina, a fin de depositar un día en nosotros su sustancia divina para posesión y goce nuestro, de un modo no menos real e íntimo que como lo hace ahora con su sustancia humana. Esto ocurre en la “visión beatifica”. Mediante la plenitud de luz con que Dios sacia y conforta en ella puede recibirle tal como es Él, en su propia esencia, con su sustancia, para holgarse así con su visión y amor; porque el alma se ve capacitada para intuir a Dios no por una imagen que Él irradia, no por una impresión que parte de Él–entonces esta imagen, esta impresión sería el manjar del alma, por el cual se comunicaría el desarrollo de su actividad vital–; no, mediante la presencia inmediata, la más íntima, de la divina sustancia en el alma se ve ésta capacitada para abarcarla, conociéndola y amándola, y así desarrollar su propia vida, confortada a Dios. Tan real e íntimamente es recibida la sustancia divina, a modo de elemento de vida, por el alma, como el manjar corporal que entra substancialmente en el organismo de la vida corporal. O más bien, se desposa con el alma, penetra en ella como se una con la potencia visual del ojo no el objeto exterior, sino la imagen que éste irradia, a fin de dar comida y bebida para el desenvolvimiento de su actividad[10].
Si Dios nos ha llamado a una fruición tan elevada de la sustancia de su divinidad, comprenderemos todavía mejor por qué en la Eucaristía nos entrega y deposita en nosotros la sustancia de su humanidad. Vemos otra vez que la sunción de la Eucaristía no es sino el tipo y la prenda del goce de la divinidad que nos fue prometido. La Eucaristía misma no es sino la leche, en la que el manjar divino se adapta a nuestra actual capacidad, para entregarse un día a nosotros con toda su grandeza.
Tanto si se considera el alimento según su fuerza alimenticia, como según la posesión deleitable, íntima, substancial que ofrece, en ambos respectos la Eucaristía es tipo, prenda e introducción de un banquete sobremanera admirable del alma en que goce de la plenitud de la divinidad; y así el misterio eucarístico se muestra en la más viva y natural conexión con el misterio de nuestro destino sobrenatural. La Eucaristía es en el sentido más propio el manjar de los hijos de Dios que son llamados en Cristo a la más íntima unión de vida con Dios. Estos han de recibir un pan tan admirable en su infancia, puesto que se les destina para su edad madura un pan más sublime todavía.

La conexión de la Eucaristía con los demás misteriosos; en especial con la misión del Espíritu Santo

Acabamos de ver otra vez la conexión íntima, armónica, que une entre sí los misterios sobrenaturales del cristianismo, y la admirable y orgánica relación mutua en la cual un abismo llama otro abismo. El misterio de la Eucaristía llama el misterio de la gracia y el de la gloria celestial, obrándolos, prefigurándolos e introduciéndolos; y los misterios de la gracia y de la gloria postulan por su parte el misterio de la Eucaristía como fundamento suyo y su tipo real. Mas así como los misterios de la gracia y de la gloria, uno junto al otro y uno dentro del otro, se ven a su vez entrelazados con el misterio de la Trinidad y de la Encarnación, así ocurre también con la Eucaristía.
Con respecto a la Trinidad observamos ya que la unidad de substancia y de vida existente entre el Padre y el Hijo, es traída a nosotros e imitada en nosotros del modo más perfecto mediante la Eucaristía. Y lo que hace principalmente la Eucaristía es obrar la misión más real y perfecta de las divinas Personas ad extra.
Ante todo es la consumación de la misión terrenal del Hijo, el cual mediante la Eucaristía se una con nosotros de la manera más perfecta, para darnos no solamente el poder de llegar a ser hijos de Dios, sino para unirnos consigo mismo formando con nosotros un solo Hijo de Dios.
Vemos igualmente en ella la misión más real e íntima del Espíritu Santo. Porque así como el Espíritu Santo, en calidad de Espíritu del Hijo, está unido del modo más real con el cuerpo de éste, y así como descansa e inhabita en él, así viene también a nosotros, para comunicarse a nosotros, para darse en propiedad a nosotros. En el cuerpo del Logos lleno del Espíritu Santo, “mamamos” nosotros al Espíritu Santo, por decirlo así, del pecho, del corazón del Logos, del cual procede, y así como la sangre, partiendo del cuerpo, se derrama en los miembros, él, partiendo del cuerpo real del Logos se derrama en los miembros del Cuerpo Místico (la Iglesia), que le están unidos de un modo substancial[11]. Se une con nosotros y se derrama en nosotros según las dos especies de misión que hemos visto antes; tanto en calidad de aliento de la vida divina, del amor santo –el cual precisamente en este caso, cuando mediante la unidad más real con el Hijo estamos unidos de un modo tan íntimo con su Padre celestial, ha de alcanzar su cúspide-, como también en calidad de prenda del amor que Dios nos tiene a nosotros, prenda que se ofrece a nuestro goce, y en calidad de sello de nuestra filiación, de nuestra unión con Dios, que así se concluye y se consuma.
La misión del Hijo, en su diferencia y al mismo tiempo en su relación con la del Espíritu Santo, queda expresada –según indicamos antes– ya en las especies eucarísticas. La especie del vino, como símbolo de la sangre, con su fluidez, ardor de fuego, fragancia fuerte y agradable a un tiempo, fuerza refrigerante y vivificadora, representa al Espíritu Santo, cuya procesión es un manar del corazón del Padre y del Hijo, cuya misión es una ampliación, que en sí mismo es el río y la fragancia de la vida divina; nos lo presenta como vino[12] del amor ardoroso, del refrigerio, de la vida, de la felicidad embriagadora, vino que brota del Logos como de uva divina y que en la sangre preciosísima que salió del corazón humano del Logos por la presión de su amor, fue derramado sobre el mundo, y ahora se nos infunde con esta sangre.
La relación entre la misión del Espíritu Santo y la del hijo en la Eucaristía es tan múltiples, pero tan armónica en su multiplicidad que vale la pena de estudiarla más de cerca.
Si bien el Espíritu Santo es enviado por el Hijo, y en el Hijo viene a nosotros, es a la par, mediante la más fuerte de las apropiaciones, el conductor por el cual el Hijo es introducido en nosotros. Siendo espiración del amor del Hijo, le instiga a entregarse a nosotros en la Encarnación y en la Eucaristía; siendo llama del ardor santificador y unificador del mismo, opera en el seno de la Virgen el origen, la unión hipostática y la correspondiente santidad en la naturaleza humana del Hijo, y en la Eucaristía la transformación de substancias terrenales en la de la carne y sangre de éste. Después de la unión hipostática y la transubstanciación está con su ardor y fuerza de vida, como saliendo del Hijo, en la carne y sangre de éste, llenándolas de su ser, santificándolas y glorificándolas. En la Eucaristía las glorifica y espiritualiza como un carbón incandescente, que en sí mismo parece ser fuego puro, puro espíritu. Luego las emplea como instrumento para manifestar su fuerza santificadora y glorificadora en todos aquellos que se ponen en contacto con ellas, y de ellas se sirve también como de un conductor para comunicarse a todos aquellos que las reciben. Por esto el cuerpo de Cristo brotó del fuego del Espíritu Santo, como un don espiritual que Dios nos otorga, y que nosotros ofrecemos como sacrificio…, fue impregnado y rodeado por el Espíritu Santo, que le glorifica y espiritualiza de tal manera, que ambos, el fuego y el carbón encendido por él, parecen ser una misma cosa… y, finalmente, se desborda con el Espíritu Santo, por cuanto irradia la fragancia del mismo en el sacrificio, y su fuerza de vida en la comunión.
Todas las relaciones de la Eucaristía con el Espíritu Santo se expresan de la manera más hermosa en la imagen del carbón incandescente, que emplean los Padres de la Iglesia y las liturgias orientales para designar con tanta predilección a la Eucaristía. El simple nombre “Eucaristía” indica ya esas relaciones; designa precisamente el don bueno “per excellentiam”, el don que procede del Espíritu Santo en calidad de eterno “donum per excellentiam”, y que lo contiene con su ser y su esencia. ¡Cuán hermosa era, por lo tanto, y qué significado tenía la antigua costumbre de guardar la Eucaristía en un símbolo del Espíritu Santo, en un recipiente en forma de paloma, llamado peristerium! ¡Cuán hermosamente se simbolizaba así al Espíritu Santo como portador y productos del don contenido en aquel recipiente, pero que inhabitaba también con su ser y su fuerza en este don, rodeándolo y penetrándolo a la par como fuego al carbón!
http://www.mercaba.org/DicEC/S/scheeben_matthias_joseph.htm
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[1] San Juan Crisóstomo compara al sacerdote con el profeta Elías (1Reyes 18, 20-39), que pidió bajase el fuego del cielo, para consumir los dones del sacrificio.
[2] No se podrá comprender debidamente la doctrina de Scheeben, si se enfoca la transubstanciación de las especies, sin tener en cuenta su relación espiritual con la Iglesia sacrificante.
[3] Hb 7, 16
[4] Hb 9, 14
[5] Término teológico que significa “pertenece al Espíritu”.
[6] Sunción: consumir la Comunión.
[7] Jn 6, 56.
[8] Jn 6, 57
[9] Este pensamiento es muy antiguo. “Doble es la sangre del Señor”. Dice Clemente de Alejandría; “una es carnal, por la cual somos redimidos del perecer; la otra es espiritual, por la cual somos ungidos. Y beber la sangre del Señor significa participar de la incorruptibilidad del Señor. La carne del Señor en el sentido doble de “envoltorio y la forma corpórea de Cristo es el “panis superessentialis”, oculto bajo la substancia eucarística de cuerpo, según traducen algunos Padres de la Iglesia.
[10] San Francisco de Sales, en su tratado del Amor de Dios. Libro 3, cap. 11.
[11] San Juan Crisóstomo con su exquisitez peculiar llama a la Eucaristía el pecho espiritual (del Espíritu Santo), del cual hemos de mamar nosotros, como niños de pecho, la gracia del Espíritu Santo.
[12] “Magnus botrus Verbum pro nobis expressum”, dice San Clemente de Alejandría.

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